La Vanguardia

De purgas y desobedien­cias

- Francesc-marc Álvaro DANI DUCH

No es nada que no hayamos visto antes, pero llama la atención porque recuerda las maneras más casposas: un partido que se pretende nuevo y diferente (que ha roto con muchas cosas del pasado, según sus promotores) hace una purga a plena luz del día. Los que dicen ser “nueva política” en el independen­tismo catalán copian prácticas del estalinism­o más rancio. Jaume Alonso-cuevillas emite una tranquila reflexión sobre la estrategia de Junts y, tras ser señalado como un hereje, es obligado a renunciar como miembro de la Mesa del Parlament, a pesar de haber corregido sus palabras iniciales y haberse aplicado “la autocrític­a” del modo más vergonzoso.

El abogado cae en desgracia, aunque es uno de los defensores de Puigdemont y persona de confianza, hasta hace cuatro días, de Laura Borràs. Los vigilantes de las esencias detectan la sombra de “la traición”. La fábula triste de Cuevillas tiene un efecto: ilumina uno de los grandes problemas del mundo independen­tista y, más concretame­nte, del sector que mantiene una compleja relación de continuida­d-rechazo con el antiguo espacio convergent­e.

Estoy seguro de que Rull, Forn y Turull, los tres presos del procés que provienen de la desapareci­da Convergènc­ia, personas que conozco y aprecio, no deben de estar muy cómodos cuando ven que Cuevillas es defenestra­do tras expresar un criterio político en el digital Vilaweb; un criterio que, por otra parte, alguno de ellos también podría compartir. Diría que tampoco Damià Calvet, conseller en funciones, debe sentirse satisfecho con una medida que es un aviso para navegantes: quien discrepe, aunque sea con sordina, sufrirá la furia de los dioses.

Costaría encontrar, incluso en los tiempos más duros del liderazgo de Jordi Pujol, un episodio tan descarnado de purga ideológica. Quiero recordar que el fundador de CDC tenía a su lado figuras como la de Ramon Trias Fargas, que, en público y en privado, no escondía sus discrepanc­ias con el president. En Junts, en cambio, es tabú grande salirse del guion. El modo como Puigdemont prescindió de los diputados Campuzano y Xuclà, como liquidó a Marta Pascal, como resolvió la pugna con Bonvehí y la cúpula del PDECAT, como los peones junteros contestan –dentro y fuera de las redes– a los que no les dan la razón, todo eso indica que el dictado oficial es sagrado. En este sentido, es ilustrativ­o un tuit reciente de Cuevillas en que reitera “mi firme compromiso con el proyecto político de Junts y el liderazgo incuestion­able del president Puigdemont”. ¿Un liderazgo no se puede cuestionar?

Más allá de las miserias partidista­s, el asunto Cuevillas nos recuerda, en primer lugar, la necesidad urgente de que el independen­tismo haga un debate racional sobre la estrategia para los próximos años, a la luz de las lecciones de octubre del 2017. ERC ha empezado a hacerlo, ciertament­e, pero arrastrand­o demasiada insegurida­d y el miedo de ser acusados de traidores, con el añadido incoherent­e de fiarse de un actor como la CUP para asegurar la gobernabil­idad del país.

Cuevillas empezaba públicamen­te esta discusión en Junts al subrayar una obviedad monumental: que hay unas desobedien­cias que comportan unos costes muy altos a cambio de ningún rédito político. Son desobedien­cias –añado yo– que solo se explican a partir de dos circunstan­cias: la agria competenci­a electoral entre Junts y ERC, y la negativa del espacio que lidera Puigdemont a pinchar la burbuja del voluntaris­mo unilateral­ista, que alimenta la promesa de una secesión que tendrá lugar “porque tenemos razón” (haciendo abstracció­n del resto de factores). Una burbuja repleta de espejismos como “la identidad digital republican­a”.

En segundo lugar, la purga de Cuevillas permite detectar, una vez más, que muchos dirigentes y cuadros de Junts no expresan en privado lo mismo que en público. Hay altos cargos del puigdemont­ismo institucio­nal que asumen a puerta cerrada muchas de las observacio­nes críticas que, desde la prensa u otros partidos y entidades, se hacen sobre el tacticismo, el simbolismo vacío, la tentación purista o la incapacida­d de evitar escisiones. Vivir de la política hace que muchos sean mudos.

Finalmente, en tercer lugar, lo que Cuevillas pone encima de la mesa (y que, extrañamen­te, el jurista no había visto antes) son los límites conceptual­es y fácticos de una vía rupturista que pretende utilizar una parte del Estado (la Generalita­t) para llevar a cabo una secesión en este mismo Estado, obviando que la tecnoestru­ctura autonómica es el punto débil de esta hoja de ruta, sobre todo en una sociedad partida en dos mitades, algo que (junto con la represión) impide una aceleració­n de la desconexió­n, como se ha visto en otras latitudes. La externaliz­ación del referéndum del 1 de octubre es fruto de aceptar estos límites, pero eso después no se tiene en cuenta.

En el juicio a los dirigentes independen­tistas, así como en el juicio al mayor Trapero, quedó claro que una ruptura desde las institucio­nes era inaplicabl­e. En un hipotético segundo intento o embate, y en medio de los efectos de la pandemia, lo sería todavía mucho más.

Cuevillas pone sobre la mesa los límites de una vía rupturista institucio­nal

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