La Vanguardia

El Paco y la Mari

- Núria Escur

Fue depositand­o un ajo en cada recuadro gastado, como en el tablero

En la puerta del mercado central de Santa Coloma se ponía la Mari. Sentada en el suelo, con su mercancía dispuesta sobre un pañuelo a lunas verdes, la Mari vendía cabezas de ajo. Tendría unos ocho o nueve años y mucha hambre acumulada. “¡Ajos sin trampa, ajos sin trampa!”. Si le comprabas te devolvía la sonrisa, si pasabas de largo te regalaba un lengüetazo, el mohín que nunca llegó a maldición; eso sí, siempre cantando al azulejo.

El Paco era otra cosa. El Paco jugaba al ajedrez con unas piezas sucias de madera y un compinche con el que luego se iba a tomar cañas para celebrar la victoria. Nunca le vimos trabajar. El Paco y la Mari, payo y gitanilla, eran un espectácul­o. Eran la bomba.

Hasta que llegó el día en que la Mari, harta de la pachorra de su vecino matinal, hizo algo sorprenden­te. Limpió el suelo como siempre con el cepillo de siempre y resopló como siempre; solo que esta vez, en lugar de su pañuelo de lunas, desplegó uno a cuadros.

Raído, color gardenia sucia y manteca agria. Después, lentamente, fue depositand­o un ajo en cada recuadro gastado. Dos hileras por banda, como en el tablero. Y miró de reojo a Paco, que para entonces ya andaba vociferand­o: “¡Mira la niña, no te digo, ahora va a querer aprender a jugar al ajedrez!”.

Hoy, como cada 8 de abril, es el día internacio­nal del Pueblo Gitano desde aquel congreso mundial de Londres donde, hace exactament­e 50 años, se instituyó la bandera y el himno gitano. Se calcula que unos 500.000 sintis y romaníes fueron asesinados durante el nazismo. “Éramos los apestados entre apestados”, resumía un supervivie­nte del “campamento gitano” de Auschwitz-birkenau.

Siempre que pienso en la comunidad gitana no me viene a la mente Camarón ni Baró de Viver ni la Chunga –a la que ver bailar descalza me fascinó– ni Peret ni el clan de los Baltasares. Me aparece la Mari, hermosa, con su pañuelo a cuadros sobre el adoquín a modo de ajedrez improvisad­o, con ganas de aprender.

Solo que en su juego no había torres ni reyes ni alfiles ni caballos; todos sus soldaditos eran ajos púrpura, simples peones.

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