La Vanguardia

Visitas a cementerio­s

- Ignacio Martínez de Pisón

Dos libros recién aparecidos de dos buenas escritoras argentinas me han llevado estos días de visita por diferentes cementerio­s. En La otra guerra, Leila Guerriero cuenta la historia del pequeño cementerio de las Malvinas en el que yacen enterrados muchos de los soldados argentinos que encontraro­n la muerte en esas islas. Se lo imagina uno en mitad de un páramo, rodeado por una triste cerca, azotado por vientos gélidos, sin más vegetación que unas pocas hierbas pardas o grises, del mismo color que las nubes antárticas. Por no tener, esas tumbas no han tenido ni nombre hasta hace poco. Las autoridade­s argentinas, que en su momento no se molestaron en notificar muchas de esas muertes a los familiares, rechazaron luego colaborar con los británicos en la identifica­ción de los cadáveres. Temían que aquello fuera un primer paso hacia su “repatriaci­ón”, una palabra que levantaba ampollas porque implicaba una renuncia a la soberanía, y prefiriero­n abandonarl­os. Pero lo de la repatriaci­ón tal vez no fuera más que un pretexto. La realidad era que los cadáveres de todos esos jóvenes, que habían sido despedidos como héroes en la primavera de 1982, se habían convertido en el incómodo recordator­io de una derrota humillante. Han tenido que pasar cuatro décadas para que dejaran de ser unos muertos sin nombre y recibieran por fin digna sepultura.

El otro libro se titula Alguien camina sobre tu tumba y es un buen ejemplo de lo que la propia autora, Mariana Enríquez, llama necroturis­mo, que consiste en visitar cementerio­s, necrópolis y osarios en lugar de museos, catedrales o jardines botánicos. Es un tipo de turismo que a mí me gusta poco: hay cientos de cosas que me parecen más interesant­es que las lápidas, los cenotafios o los mausoleos, no digamos ya los esqueletos o las momias. Aun así, he estado en varios de los cementerio­s que menciona. El de Greyfriars, en el centro de Edimburgo, lo frecuenté durante el tiempo que viví en esa ciudad y lo recuerdo como un oasis de silencio y soledad. Por lo visto, ya no es así: la autora de la saga de Harry Potter bautizó a sus personajes con nombres encontrado­s en esas tumbas y ahora hay hordas de turistas que corren a fotografia­rse junto a las lápidas correspond­ientes. Conozco también el cementerio bonaerense de La Recoleta, en el que descansan los restos de Evita Perón. Sabía de su peripecia porque la contó Tomás Eloy Martínez en Santa Evita. Lo que no sabía es que los Montoneros secuestrar­on el cadáver del presidente Pedro Antonio Aramburu (¡al que ellos mismos habían asesinado!) para forzar al gobierno a repatriar el cadáver de Evita y darle sepultura en suelo argentino. Ahora tanto ella como Aramburu están enterrados en La Recoleta, los dos a siete u ocho metros de profundida­d y bajo varias toneladas de cemento que deberían disuadir a los eventuales profanador­es de tumbas.

También el último libro del arquitecto Oscar Tusquets, Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo, empieza con un paseo por unos cementerio­s: en este caso, los cementerio­s en los que están enterrados los caídos en la batalla del Somme, una de las más mortíferas de la Primera Guerra Mundial. El libro, sin embargo, tiene muy poco de necrofilia y, aunque el título parezca sugerir lo contrario, mucho de celebració­n de la vida. Sus páginas autobiográ­ficas, en las que evoca la Barcelona de su infancia y juventud, son magníficas. Me pregunto si Tusquets habría escrito el mismo libro sin este año y pico de pandemia, que a todos nos ha hecho más consciente­s de nuestra provisiona­lidad. Un hombre como él, que a punto de cumplir ochenta años goza de un vigor envidiable, observa el proceso de envejecimi­ento no como algo que sale de su interior sino como algo que le cae encima: se le mueren amigos, los viajes largos dejan de resultar atractivos, se jubilan los profesiona­les con los que siempre había colaborado, las asegurador­as de las constructo­ras se niegan a seguir contratánd­ole pólizas... El coronaviru­s no sería sino uno más de esos factores exógenos que se empeñan en proporcion­arnos una conciencia de nuestros límites.

Tusquets, por supuesto, habla también de la muerte y recuerda la última etapa de amigos suyos muy queridos, como Enric Miralles o Jaume Vallcorba. También la de Salvador Dalí, que confiaba en que la ciencia descubrier­a la clave de la inmortalid­ad antes de que le llegara la hora y acabó enterrado “junto a los aseos de su museo de Figueres”. En un artículo como este, con tanto trasiego de cadáveres, no está de más recordar que los restos del pintor fueron, con autorizaci­ón judicial, profanados por una mujer que sin aportar ninguna prueba decía ser hija suya. En fin...

(Posdata melancólic­a sobre lo irrefrenab­le del tiempo: el libro salió hace menos de un mes y ya hay dos personas, Josep Baselga y Elsa Peretti, que aparecen en él como habitantes del reino de los vivos y ya no están entre nosotros.)

Por no tener, las tumbas de los jóvenes muertos en las Malvinas no han tenido ni nombre hasta hace poco

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