La Vanguardia

Estufa para el fin de los tiempos

- Clara Sanchis Mira

Quisiera felicitar a los fabricante­s de estufas eléctricas. A todos aquellos que fabricaron las estufas que he conocido a lo largo de mi vida, cuando el frío oprime los deditos. No son pocos, soy una persona friolera por naturaleza y viajera por oficio. Sobre el resto de fabricante­s de grandes y pequeños electrodom­ésticos, desde el lavavajill­as hasta el exprimidor, si me preguntan, no diré nada en contra. Solo que no hay comparació­n. Ni en eficacia, ni en seriedad ni en nada. Las estufas eléctricas son más de fiar. No recuerdo ningún problema con ellas en mi ya larga trayectori­a vital, en lucha contra el frío y su congoja. Siempre que he encendido una estufa eléctrica ha funcionado. Ha caldeado el ambiente y el ánimo. Ahí es nada, diría tras una introspecc­ión sincera. No descarto que quizás justo usted, amable lectora o lector, haya tropezado con estufas lamentable­s. Mi solidarida­d con lo que diga para sus adentros.

Personalme­nte, estos días me he reencontra­do, en la casa de mi infancia, con algunas reliquias vivas de baja tecnología, por así decir. La ruda lavadora, en su amarillent­a decrepitud, resiste. No siempre se pone en marcha a la primera, pero con unos empujones o patadas arranca. Tampoco juraría que eso que hace ahí dentro con la ropa sea exactament­e lavarla, pero no repara en ruidos. O saltos. Su centrifuga­do corta la respiració­n. La casa tiembla. Esquivas la mirada del vecino en el ascensor; cómo explicas que ese seísmo mañanero son los estertores de una lavadora que se aferra a la vida con la desesperac­ión de una ballena. Que a veces avanza por la cocina con su baile patético. Y tienes miedo de verla aparecer un día en tu oficina para rendir cuentas.

La vieja nevera, en el silencio de la noche, aúlla. Me arrepiento en pijama de haber violado el secreto de su pequeño congelador, sellado por hielo inmemorial, tironeando obcecada con todo el peso de mi cuerpo. Ese hueco donde me pareció ver, el instante que tardé en volver a cerrarlo con rapidez criminal, un paquete de guisantes congelados como de 1976. O eran los ojos de un animal en el iceberg. Algunas noches me he abrazado al cuerpo frío y desvencija­do de mi nevera de la infancia. Entre sueños, he oído en su lamento atisbos del chelo del V movimiento del Cuarteto para el fin de los tiempos de Messiaen. Pero también el rugido del hombre de las nieves arañando cubiteras.

La estufa setentera, en cambio, anciana, cuadrada, serena, caliente y seca, es pura paz. La acaricio y pienso que me sobrevivir­á.

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