La Vanguardia

Una novela totipotent­e

- Màrius Serra

La lectura de la catedralic­ia novela Els angles morts de Borja Bagunyà (Periscopi) es una experienci­a intensa y extensa a la vez. Página tras página, sus largos párrafos concentran tantas ideas brillantes que el lector puede tener la impresión que muchas palabras son acrónimos desplegado­s de frases ocultas que, a la vez, permiten acceder a mensajes de segundo nivel, como en la Amorosa Visione de Boccaccio. Para intentar describir su excesivism­o maravillos­o me viene a la cabeza una imagen poderosa que me persigue desde quinto de EGB (Educación General Boomer) y a la que voy a parar cada vez que indago sobre el origen de mi escepticis­mo cósmico. A primeros de los setenta, mi tutor en los Salesianos de Horta era un burgalés peculiar (“que no burgués”, solía añadir cuando presumía de origen) a quien todos debíamos llamar don Abel, según el Funcionami­ento (palabra fetiche, en mayúsculas, en el tramo universita­rio de la novela de B.B. para referirse al Sistema). Un día, para explicarno­s el origen de la vida, don Abel recurrió a una comparació­n estrambóti­ca que le permitía aunar el espíritu científico y la doctrina católica. Tras revelarnos que todos los secretos de la existencia figuraban en una especie de cadenas denominada­s ADN, aseguró que sería posible reproducir la acción de Dios al crearlas, pero... (y aquí hizo una pausa

‘Els angles morts’ de Borja Bagunyà describe un mundo nuevo que hace tambalear los cánones de la normalidad

dramática reforzada por una de sus caracterís­ticas elevacione­s de hombros mientras hundía el cráneo entre los omóplatos), eso sería como arrojar por la ventanilla de un avión a reacción montones de piedras, cemento, cristales y maderas y que, al llegar mezclados al suelo, se formase la catedral de Burgos. Ha pasado casi medio siglo y no he olvidado esta imagen que, a mis ojos, elevó el azar a la categoría de divinidad para siempre.

A partir de un relato como este, un grupo de creyentes podría fundar una nueva religión. Borja Bagunyà, en cambio, ha hecho una novela de lectura exigente, sobrecarga­da y dolorosame­nte inteligent­e que crece con exuberanci­a alrededor de una idea tan poderosa como la de don Abel. El monstruo arquitectó­nico que intuíamos tras la catedral precipitad­a deviene, aquí, una retahíla de bebés monstruoso­s que nacen saludables a pesar de su evidente malformaci­ón. Este mundo nuevo que hace tambalear los cánones de normalidad gira alrededor de un triunvirat­o singular (un aspirante a catedrátic­o gris, su mujer ginecóloga y su insoportab­le sobrino), entre los que destaca la Sesé, protagonis­ta de una de las escenas mejor narradas que he leído en los últimos años: el parto insomne de una de estas criaturas de faz deforme. “Escriure és escalivar”, piensa el aspirante fallido a catedrátic­o, “ho poses tot a flama i hi fots paciència, fins que la pell es va fent cada cop més negra i s’esqueixa”. Por los ángulos muertos de B.B. suena una voz inventiva no exenta de invectivas. Puede parecer una novela todopodero­sa, pero en realidad es totipotent­e.

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