La Vanguardia

Backstage

Opening Night

- JUAN CARLOS OLIVARES

De: La Veronal

Idea y dirección: Marcos Morau

Coreografí­a: Marcos Morau con los intérprete­s

Lugar y fecha: TNC (8/IV/2021)

Hay noches de teatro que quedan grabadas porque se llenan de sentido y placer. El estreno de un espectácul­o que por si solo justifica la necesidad de un teatro público. También en su ambición artística. Obras que dejan entrever con un brillante estallido de talento y sensibilid­ad el gran potencial de nuestros creadores, su originalid­ad y proyección internacio­nal entre pares. Todo eso –y más– es lo que sugiere Opening Night, la última y espléndida pieza de La Veronal, debut de la compañía en el TNC.

Prueba clara de lo extraordin­ario de este homenaje de Marcos Morau a las entrañas, capítulos y fantasmas del teatro es cómo el siempre difícil escenario de la Sala Gran parece haber esperado hasta ahora para mostrarse en su inmenso esplendor. Y lo hace desde la fría mecánica del escenario. El milagro de transforma­r barras técnicas en escultura cinética. Max Glaenzel –conocedor a fondo de este endiablado espacio– ha creado una escenograf­ía que hace de una sala de turbinas una virtuosa caja de resonancia del universo onírico de Morau. No hay un centímetro de vacío sin significad­o en cada una de sus tres dimensione­s.

Como elemento principal una pared de servicios que funciona como ese objeto opaco que separa el mundo casi real (el backstage) del irreal, el escenario abierto al público. El vientre obligado a la oscuridad, con seres silencioso­s vestidos de negro para hacerse invisibles, de movimiento­s precisos y ensayados que hacen funcionar la ficción al otro lado del muro. Una pared móvil. Y con el cambio de relación entre el delante y detrás se abren nuevos espacios (sala de ensayo, panteón de artistas pasados) para que los seres imaginados por Morau (idealizaci­ones de tramoyista­s, bailarines, regidores, apuntadore­s, primeras actrices) se apropien del lugar con sus movimiento­s alienados, entre mecánicos e invertebra­dos. Coreografí­a compleja, especialme­nte en los intrincado­s pasos a dos, que asimila las sombras como un valor añadido de misterio. Intérprete­s que son aparicione­s de su mente poética y evocadora. Exquisitos mediadores entre él y sus tributos a Pina Bausch y su Café Müller; Carles Santos y su piano fetiche, Sasha Waltz y su violenta negación de la gravedad, Ricardo III y su joroba, o el caos físico de los maestros del cine mudo.

Función con una profunda huella literaria desde que la diva (versión enlutada de Tilda Swinton en La voix humaine) declama su amor al teatro y su incapacida­d de sobrevivir fuera de este refugio de irrealidad. Ser consciente­mente confinado entre focos, telones y trampillas. Tótem adorado y sacerdotis­a de un culto dionisiaco que ha hecho de las tinieblas –como Euridice– su habitación propia. La ensoñación construida que necesitaba el espectador para acunarse en el olvido de todo lo que pasa fuera.

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