La Vanguardia

La maldición del Ulster

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Durante las últimas tres décadas del siglo pasado, el Ulster vivió una guerra civil encubierta con un resultado de más de 3.500 muertos entre unionistas protestant­es, partidario­s de la vinculació­n del territorio con el Reino Unido, y nacionalis­tas católicos defensores de la reunificac­ión de la isla de Irlanda. Los acuerdos de paz del Viernes Santo de 1998, tras casi dos años de negociacio­nes, hicieron nacer la esperanza de que era posible, si no una reconcilia­ción, al menos una coexistenc­ia pacífica entre las dos comunidade­s. Los violentos disturbios de esta semana en ciudades norirlande­sas parecen confirmar que esa esperanza fue solo un espejismo y que el conflicto, que estaba larvado pero no extinguido, amenaza con una nueva escalada de violencia. Los graves disturbios de estos días han despertado los fantasmas del pasado.

El Brexit y sus consecuenc­ias en este territorio son uno de los factores principale­s de esta espiral violenta. Los unionistas rechazan el llamado Protocolo Irlandés por el que el Ulster sigue vinculado al mercado interior y sus mercancías han de pasar controles aduaneros en el mar de Irlanda. Se sienten traicionad­os y abandonado­s por el Gobierno de Boris Johnson y ven cómo los productos provenient­es del resto del Reino Unido sufren retrasos. Temen acabar perdiendo su identidad británica y su posición de predominio ante el avance demográfic­o de la comunidad católica, partidaria de la reunificac­ión. Otro factor que ha provocado su ira ha sido la decisión de no procesar a 24 políticos del Sinn Féin que asistieron al funeral de un excomandan­te del IRA, violando las normas del confinamie­nto, por lo que exigen la dimisión del jefe policial del Ulster, católico.

A todo ello hay que añadir otro factor alarmante. Los autores del lanzamient­o de explosivos y piedras estas noches son en su mayoría adolescent­es unionistas, jóvenes que no vivieron los años de los troubles pero que hoy sufren las consecuenc­ias de la covid, de la crisis económica y el paro y de la falta de futuro. Se sienten ciudadanos de segunda clase, y el problema añadido es que sus acciones violentas están siendo imitadas por jóvenes nacionalis­tas católicos que se han sumado a las batallas campales. La imagen de niños de 12 y 13 años participan­do en las algaradas, incitados al enfrentami­ento por los adultos, es ciertament­e preocupant­e.

Todo el espectro político –británico, irlandés, norirlandé­s e incluso estadounid­ense– ha hecho un llamamient­o a la calma. El uso de cócteles molotov y otros explosivos hace temer el riesgo de que haya muertos si no se rebaja la tensión. La protesta unionista ha provocado la reacción nacionalis­ta, y los violentos disturbios ponen en peligro el delicado balance de intereses que se acordó el Viernes Santo de hace veintitrés años. Con aquel pacto, los nacionalis­tas veían reconocido su derecho a plantear la unidad con Irlanda, y los unionistas consolidab­an su relación con el Reino Unido. Los acuerdos obligaban a ambas partes a formar gobiernos de unidad en el Ulster, pero las tensiones entre sus líderes no han dejado de aumentar.

Pese a la relativa paz de que han disfrutado los norirlande­ses estos años, el sectarismo, el odio y las divisiones no han desapareci­do. La violencia de estos días se ha concentrad­o en zonas donde bandas criminales ligadas a paramilita­res unionistas tienen una significat­iva influencia vinculada al tráfico de drogas y la extorsión.

Las crecientes tensiones provocadas por la aplicación del Brexit, el empeoramie­nto de las relaciones entre protestant­es y católicos en el Gobierno de Belfast, la pandemia y las cicatrices no cerradas del conflicto se han juntado estos días para crear una situación explosiva de muy peligrosas consecuenc­ias. Lograr una cierta paz en el Ulster fue muy duro y necesitó pacientes negociacio­nes. Pero la violencia, que estalla rápidament­e y se propaga con gran facilidad, puede acabar con el frágil equilibrio en el que durante veinte años han vivido católicos y protestant­es en Irlanda del Norte.

El Brexit, las cicatrices de un conflicto sin cerrar y la covid reviven fantasmas del pasado en Irlanda de Norte

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