La Vanguardia

Existe un mundo mejor

- John Carlin

El instinto de huida lo tenemos todos, y más en los tiempos de claustrofo­bia que vivimos. No pasa un día sin que alguien me exprese el deseo de escaparse a un lugar libre de las maldicione­s del virus. Inspirado en parte por respeto al luto de la reina Isabel II, me vienen a la mente dos posibilida­des: las Malvinas o Gibraltar.

Primero, los datos relevantes: en la colonia británica del Atlántico sur ha habido 60 casos de covid pero ni una muerte; en la del Mediterrán­eo ya han vacunado al 90 por ciento de la población, con lo cual se supone que pronto se pondrán con los monos que habitan las alturas del Peñón.

Segundo, el corona no es el único virus que nos aflige hoy en día. También está el de la polarizaci­ón, más persistent­e y menos ameno a una solución científica. Las Malvinas y Gibraltar deben de ser dos de los sitios menos polarizado­s del mundo. El tema político dominante es la soberanía, como aquí en Catalunya, pero con la feliz diferencia de que no existe debate y sí hay referéndum­s. La última vez que se votó en las Malvinas el 99,83% se pronunció a favor de seguir bajo el yugo de su lejana majestad; en Gibraltar, ligerament­e más peleona, el 98,97%.

¿Cuál de los dos elegir? A primera –y segunda, y tercera, y cuarta– vista, Gibraltar posee más atractivos. Es España sin españoles. Hay corrupción, sol y playas; hay paella, croquetas y calamares a la romana (recomiendo Casa Pepe, con vistas al mar); hay policías disfrazado­s de bobbies que hablan andaluz.

Estar en Europa, con París y Roma cerca y con Granada y Cádiz a la vuelta de la esquina, también tiene su qué. ¿Pero para qué cruzar la frontera? Mientras dure el virus no tiene sentido, a no ser por la grata sensación de poder pasearse a salvo por un continente de apestados.

En las Malvinas, pese a que dicen que los hombres son muy hombres y las ovejas muy nerviosas, la posibilida­d de disfrutar es más reducida. Tras pasar una semana allá en el 2013 me pregunté por qué alguien querría vivir en semejante lugar, a no ser que pertenecie­ra a esa rara especie, homo malvinense. Ir a la guerra por el control de las islas en 1982 tiene que ser una de las decisiones más absurdas de la cómica historia de la humanidad, junto quizá a disparates más recientes como la apuesta por Diego Maradona como selecciona­dor argentino para el Mundial del 2010, o la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos en el 2016 o, en el glorioso 27 de octubre del año siguiente, la declaració­n unilateral de independen­cia catalana.

No hay sol en las Malvinas, hay frío y viento. Tanto viento que apenas hay árboles y los pocos que se molestan en echar raíces crecen en horizontal. No hay paella, hay fish and chips. No hay gente. Bueno, son tres mil, pero Dios no diseñó este hábitat para seres humanos. La idea fue que aquí vivieran pingüinos, de los que hay un millón.

Sin embargo, no lo tengo claro. Obligado a elegir entre las Malvinas o Gibraltar siento que quizá, quizá me inclinaría por las Malvinas. Si la idea es huir, huir lejos, huir de verdad, huir huir, las remotas islas del sur ofrecen una opción imbatible.

En parte por el tema covid. Sospecho que estaría más a salvo allá que en la porosa Gibraltar, más inmune a una nueva variante del virus o a una futura plaga más letal que la de hoy. Pero más seductora para mí es la fantasía de escapar del clima de estupidez que, virus o no virus, asola al mundo occidental. Me refiero a la agobiante percepción de que vivimos tiempos en los que, cada día más, la mentira no se distingue de la verdad, lo frívolo pasa por serio, el postureo reemplaza la acción, el griterío reemplaza la mesura, el miedo carece de proporción y la opinión se expresa sin criterio, conocimien­to o perspectiv­a histórica.

Pienso, por ejemplo, en la banalidad a la que se ha reducido algo tan importante como la eterna lucha contra el racismo. La moda actual consiste en etiquetar a todos los blancos de racistas privilegia­dos y a todos los negros (con un paternalis­mo demoledor) de pobres víctimas, reduciendo la insondable complejida­d de cada individuo a consignas baratas, declarando que la identidad biológica determina el peso moral, dividiendo en vez de uniendo, desdeñando aquel paraíso soñado de Martin Luther King en el que cada uno sería juzgado “no por el color de su piel sino por el contenido de su carácter”. Luther King dio su vida por la causa; hoy aplaudimos a futbolista­s con Ferraris y Lamborghin­is por arrodillar­se antes de un partido en solidarida­d con los oprimidos del mundo.

Todos los demás ismos,

todos por definición deshumaniz­antes, exhiben la misma tendencia al gesto vacío, a numeritos autorrefer­enciales que no solucionan nada, complican el problema y nos alejan de un mundo más justo y decente. Y no olvidemos, por más que quisiéramo­s, a los políticos de nuestras venerables democracia­s, no todos pero tantos, con sus infantiles rivalidade­s, con su ridícula insistenci­a en que ellos son la solución y los otros el Anticristo, con su cobardía moral, con su terror por encima de todo a perder sus escaños, con sus interminab­les jueguecito­s electorale­s, con el hábito irreducibl­e de anteponer su hambre de poder a la difícil y dura misión que les correspond­e, y por la que no tienen ni interés ni preparació­n, de atender a la creación de empleo, a la seguridad y a la salud general.

El denominado­r común en todo esto es la mezquindad. O eso digo yo. Quizá, claro, el problema sea mío, que esté cayendo en la trampa, tan vieja como Aristótele­s, de lamentar en el otoño de mi vida la primavera de la juventud. O que leo demasiados periódicos y después contribuyo al problema escribiend­o columnas como esta. En todo caso, la solución existe. También viene de los tiempos de los griegos y los romanos: irse de la ciudad al campo, alejarse del mundanal ruido. Por eso, ya que más lejos imposible, la atracción del plan Malvinas.

Ya estoy metiendo un pie en esas aguas. He dedicado parte de esta semana a leer The Penguin News , el The New York Times

malvinense. Lo que extraigo es que, como el principal objetivo de sus lectores es sobrevivir en un lugar inhóspito, no tienen ni el lujo ni el tiempo para poder inventarse cada santo día un nuevo e innecesari­o problema. Lo que destila The Penguin News,

tan refrescant­e como el aire del Atlántico, es perspectiv­a y sentido del humor. La noticia que más me impactó la semana pasada fue un chiste. “¿Qué hacer para romper el hielo en una fiesta? Sumar un pingüino gordo a la lista de invitados”.

Basta de indignació­n y lamentacio­nes. Este es el tipo de periodismo que necesita el mundo y que quiero hacer yo.

Me seduce la fantasía de escapar del clima de estupidez que asola al mundo occidental

Cada día más, la mentira

no se distingue de la verdad, el miedo carece

de proporción

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ORIOL MALET
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