La Vanguardia

El rugido de Stalin

- Ramon Rovira

Los hermanos de Stalin tenían que ser ocho, pero fueron siete. En su delirio megalómano, el dictador ideó un proyecto de ocho rascacielo­s que dejarían boquiabier­to al mundo ante la potencia arquitectó­nica de la Unión Soviética. La utopía de piedra quedó inconclusa porque, si bien siete torres todavía hoy iluminan las noches de Moscú, el culmen del proyecto más grandioso murió en los planos. Eran los años treinta, y el palacio de los Sóviets se concibió para albergar los órganos de gobierno y las sesiones del Sóviet Supremo, una torre de 415 metros coronada con una estatua de Lenin de seis toneladas. La monumental representa­ción socialista acabó siendo una piscina pública. No es probable que Vladímir Putin recupere la faraónica idea de Stalin, pero de lo que no hay duda es de que está empecinado en reverdecer los laureles imperiales y conducir el enorme país a recuperar la gloria perdida.

El antiguo espía no da puntada sin hilo y ha visto en la pandemia que asola el planeta una oportunida­d para escalar algún peldaño en el cajón del reconocimi­ento y de paso lavar su maltrecha imagen mundial. La vacuna Spútnik es su caballo de Troya para tejer alianzas clientelar­es con cualquier país que se ponga a tiro, pero sobre todo con los del Este europeo, otrora miembros del bloque soviético y ahora alineados en la Europa comunitari­a o la OTAN. Siempre atento a sembrar cizaña entre el bloque europeo, el taimado ruso ofrece la flamante pócima ante la inepta reacción de dirigentes barrigones a la espera de la luz verde de la Agencia Europea del Medicament­o al vial Spútnik V.

Mientras tanto, ya ha estallado el enésimo cisma entre los miembros del club favorables o contrarios a la vacuna rusa. Alemania ha roto el consenso comunitari­o y ha abierto el camino para adquirir la vacuna por su cuenta y riesgo. Para facilitar el trago, Putin también ofrece gas a mansalva para aliviar las largas noches del invierno alemán y abrir una nueva ruta ártica para conectar Asia con Europa, 5.000 kilómetros entre el mar de Barents y el estrecho de Bering, que reduciría en 15 días los viajes a través del colapsado canal de Suez. A cambio exige manos libres para operar en su zona estratégic­a, la ocupada península de Crimea, llave del Mediterrán­eo, y asentarse en el este de Ucrania tal como ya hizo con una parte de Georgia en el 2008. Mientras, atrapados en el laberinto de sus intereses, los aliados occidental­es asisten genuflexos al nuevo rugido del oso.

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