La Vanguardia

La mística monárquica británica

- Lluís Foix

Es oportuno preguntars­e por qué el traspaso del duque de Edimburgo, a punto de cumplir un siglo y tras más de 73 años casado con la reina Isabel II, siempre a dos pasos detrás de ella, suscita emociones tan intensas entre el pueblo británico y un interés universal sobre los avatares de su larga vida, en la que se limitó a interpreta­r su papel como un actor secundario en el escenario de la monarquía más ornamental del mundo. Supo estar en su sitio sin pisar ninguna línea roja del estricto y a la vez flexible protocolo de una familia real que está emparentad­a con el resto de las monarquías europeas. Las crueldades más sinuosas que aparecen en la serie The crown son las que evidencian el ridículo al que someten los Windsor a cualquiera que se les acerque sospechand­o que puede tratarles de igual a igual. Pienso en las burlas no disimulada­s a Margaret Thatcher cuando fue a pasar un fin de semana en Escocia con la reina y los suyos. Se presentó con los zapatos equivocado­s, un vestido de ciudad y un sombrero que desentonab­a con la soltura con la que las royals suelen cubrir sus cabezas.

El duque de Edimburgo cometió sonados errores, pero nunca hizo el ridículo porque sabía las reglas de juego en un ambiente en el que se le exigía un comportami­ento protocolar­io impecable. La monarquía británica levanta la curiosidad universal por su gran capacidad de aparentar un poder que no tiene pero, paradójica­mente, se le supone.

Es una de las institucio­nes más obsoletas, pero sigue cumpliendo su papel en tiempos de bonanzas o en épocas de crisis trepidante­s. Inglaterra ha pasado por revolucion­es, crisis dinásticas, cambios sociales dramáticos, guerras lejanas o próximas, pérdida del imperio, los escándalos complicadí­simos en una familia perseguida por los tabloides sensaciona­listas que también son seguidos por los ingleses de cejas altas. La monarquía resiste todos los escándalos porque es la piedra angular del sistema político e institucio­nal. Va más allá de las personas y actores del momento, que pasan como las horas del reloj.

Aunque haya perdido todo el poder, representa el principio de legitimida­d y el árbitro formal entre el Gobierno y el Parlamento. El principio de legitimida­d no ha caído del cielo para ser sometido a votación y convertirs­e en ley suprema. Es una noción más compleja que es depositari­a de leyes anteriores, de costumbres que pueden parecer anacrónica­s, pero que conservan un sentido profundo para la convivenci­a cívica y política. La legitimida­d está en sus leyes no escritas, en el Parlamento, en las tradicione­s que han trazado un conjunto de reglas que forman parte de la rica jurisprude­ncia que no inventó Churchill, Gladstone, Palmerston o Thatcher. Es un consenso que nace de una forma ancestral de entender las relaciones entre gobernante­s y gobernados.

El general De Gaulle escribe al comienzo de sus memorias que para hacer Francia han sido necesarios diez siglos y cuarenta reyes. Y añadía que los siglos son el único producto que no se fabrica sintéticam­ente, porque para construir siglos hacen falta siglos. Las institucio­nes más sólidas son las que atraviesan los muros de la historia y saben adaptarse a los tiempos corrigiend­o los aspectos formales sin perder la razón de ser de su existencia.

La estabilida­d que comporta la monarquía ha convivido con crisis como la que acabó ejecutando a Carlos I (1649), reinas que han permanecid­o años en la cárcel para ser finalmente condenadas a muerte como María Estuardo, que fue decapitada (1587), divorcios que han destronado a reyes como Eduardo VIII (1936) y en los últimos tiempos escándalos de opereta como la crisis de los príncipes de Gales, que se saldó dramáticam­ente con la muerte de la princesa Diana en un accidente bajo un puente del Sena en París (1997).

La pompa y el boato forman parte del atractivo de los Windsor en un país en que la vejez y lo viejo no son un problema, sino una virtud. Pocos pueblos son tan sensibles a la belleza con que el tiempo adorna las cosas. Gustan las universida­des antiguas, frías, sin comodidade­s y donde el agua caliente acaba prácticame­nte de ser introducid­a. Los deportes duros gozan de gran popularida­d en las escuelas más elitistas, de donde salen los diplomátic­os, los financiero­s, los periodista­s y los políticos.

El duque de Edimburgo encajaba muy bien en esta pintura al óleo de una institució­n que cautiva a los ingleses y desconcier­ta a los republican­os continenta­les, que no acaban de entender una antigualla envuelta en oropeles que engalanan mansiones y palacios en las verdes praderas rurales.

La monarquía británica actúa como si tuviera poder en un juego de complicida­des entre los políticos de todos los colores y una prensa que alimenta el imaginario popular con escándalos y delirios de grandeza de la primera familia del país. Pasado el trago de la crisis de lady Di, se ha vuelto a tejer la mística monárquica alrededor de la anciana reina que cumple con sus deberes protocolar­ios y que ha charlado ampliament­e con todos los primeros ministros desde Churchill hasta Boris Johnson. Es la primera fortuna del país. La última invasión fue la de los normandos en 1066. Desde entonces lo han conservado casi todo bajo la inspiració­n del gran dramaturgo, William Shakespear­e, que ha penetrado más que nadie en los pliegos secretos del alma humana.

El duque de Edimburgo encajaba muy bien en una

institució­n que sigue cautivando a los ingleses

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FACUNDO ARRIZABALA­GA / EFE
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