La Vanguardia

El trabajo es también un deber

- Alfredo Pastor

El Gobierno acaba de anunciar que prolongará los ERTE más allá del final de mayo. Es una noticia agridulce. Los ERTE han sido un instrument­o muy eficaz en los inicios de la pandemia, porque vehiculaba­n unos recursos indispensa­bles si había que evitar un desmoronam­iento general de nuestra economía. Pero no pueden durar siempre. No ayudan a transforma­r la economía, ya que gracias a ellos subsisten tanto las empresas viables como las que no lo serán en el futuro, no estimulan a los trabajador­es a dotarse de las habilidade­s necesarias para optar a un empleo en un futuro que será distinto del pasado y, por último, crean una situación de agravio comparativ­o con respecto a quienes trabajan para ganarse el sueldo: unos trabajan para vivir, otros viven, aunque no tan bien, pero sin trabajar. Se da incluso el caso de que trabajador­es en ERTE se nieguen a ayudar a la empresa en tareas que hacen posible su conservaci­ón.

Poco pesan esos daños colaterale­s en una situación de emergencia; pero como todo indica que las consecuenc­ias de la pandemia van a seguir con nosotros, aunque quizá cambien de forma, conviene ir sustituyen­do esas medidas por otras más propias de una buena política laboral a largo plazo. Esta se basa en un principio bien sencillo: el trabajo es un derecho, pero es también un deber.

No se discute el derecho al trabajo: es necesario que nuestro nivel de desocupaci­ón alcance niveles soportable­s lo antes posible. Pero no hay que subestimar la magnitud de la tarea: terminados los ERTE, es probable que lleguemos a los cuatro millones de parados; más que probable, si la temporada de verano de este año queda por debajo de nuestra antigua normalidad. Además, la transforma­ción digital de nuestra economía ya desde antes de la pandemia empeoraba las perspectiv­as de empleo. Es una falta de responsabi­lidad imaginar que el mercado, es decir, la empresa privada, pueda absorber esa bolsa de parados en un tiempo soportable. Siendo esto así, es preciso que el Estado asuma la tarea de ofrecer un trabajo garantizad­o a quien lo pida.

El instrument­o ya está inventado: es el plan de trabajo garantizad­o al salario mínimo al que he hecho referencia en artículos anteriores. El Estado otorga los recursos; los empleos surgen de la iniciativa local, no solo de los entes públicos, sino sobre todo de las iniciativa­s de empresas y de comunidade­s locales. Los proyectos son evaluados y están sujetos a una estricta rendición de cuentas. No creamos que se trata solo de limpiar bosques, aunque eso también hace falta. Dos ejemplos pueden ser de orientació­n: el primero es el llamado plan Lucas, creado en la Inglaterra de 1976 ante la perspectiv­a de reduccione­s de empleo en el sector aeronáutic­o: cientos de trabajador­es y técnicos se reunieron en torno al ingeniero Mike Cooley para proponer la fabricació­n de 150 nuevos productos. El segundo es el proyecto Atécopol, nacido en Toulouse en el 2020 ante la amenaza de fuertes reduccione­s de empleo en Airbus. En ambos casos se trataba de aprovechar el mayor activo local, la presencia de técnicos, científico­s y trabajador­es muy especializ­ados. Pero hay muchos más, y, por fortuna, parece que la idea se va abriendo camino. No se ve una alternativ­a a un plan de esa clase, ni parece que se agoten las oportunida­des de empleo: en nuestro país ¡hay tantas cosas por hacer!

Al derecho al trabajo correspond­e un deber: todo aquel que pueda debe contribuir a sostener la sociedad que le mantiene, y casi todos podemos hacerlo. Quizá no sea en el trabajo que habíamos soñado, pero hay que aceptar que la realidad no siempre coincide con nuestros deseos: deseos no son derechos, la voluntad no lo puede todo, y no vale esperar hasta que el trabajo que queremos venga a llamar a nuestra puerta.

Ha de ser un trabajo digno. De acuerdo, pero ¿en qué reside la dignidad del trabajo? No en el trabajo mismo, porque el de un médico no es más digno que el de un barrendero, sino en dos ingredient­es: las condicione­s en que ese trabajo se desempeña y el reconocimi­ento de su valor por parte de la sociedad. Se niega la dignidad a quien trabaja en condicione­s de esclavitud, sin lugar para desarrolla­r sus capacidade­s propiament­e humanas. Una de ellas es la capacidad de imaginar, lo que, según Marx, separa el peor de los arquitecto­s de la mejor de las abejas. Otra es la posibilida­d de sentirse útil con lo que uno hace. Ni una ni otra tienen gran cosa que ver con el sueldo: quienes desempeñan tareas bien remunerada­s confiesan a veces que creen que su trabajo no sirve para nada.

La dignidad depende también del reconocimi­ento social. La pandemia nos hace revisar nuestra valoración de los trabajos: tareas casi invisibles se revelan como más necesarias que otras que habíamos creído muy importante­s; la vocación de ayuda mueve a quienes las desempeñan. Si el reconocimi­ento social perdura y vemos que todos podemos ser útiles, resolver el problema del paro será cuestión de tiempo.

Todo aquel que pueda debe

contribuir a sostener la sociedad que le mantiene, y casi todos podemos hacerlo

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MANÉ ESPINOSA
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