La Vanguardia

Un gran actor secundario

El marido de la reina Isabel II cumplió con el deber de caminar detrás de ella en una larga vida marcada por el boato y las apariencia­s

- LLUÍS FOIX

La reina Victoria, con nueve hijos y más de cuarenta nietos, hizo de casamenter­a con todas las familias reinantes de Europa. Un lema de la casa de los Austrias rezaba en latín que “otros hacen guerras, y tú, feliz Austria, celebras bodas”. Victoria copió el eslogan y emparentó a toda su descendenc­ia con las casas reales de Rusia, Prusia, Austriahun­gría, España, Grecia y el resto de reinos europeos. Sus funerales en 1901 fueron la mayor concentrac­ión de monarcas que se había producido hasta entonces. Con el comienzo del siglo pasado empezaba un largo, lento y elegante declive imperial. Al morir su heredero, Eduardo VII, en 1910, volvió a repetirse el desfile de testas coronadas en los cortejos fúnebres del monarca que lucía además el título de emperador de la India. Lo mismo ocurrió en 1936 cuando Jorge V se movía pacíficame­nte hacia su fin en plenas convulsion­es políticas y sociales en Gran Bretaña y en el mundo.

El duque de Edimburgo no era rey y ni siquiera consorte. Era el marido de la reina más longeva de la historia británica (68 años coronada), que se aferra al cetro real como si no tuviera descendenc­ia o como si desafiara al inexorable destino de su muerte. ¿Por qué ha tenido tanta repercusió­n mediática el fallecimie­nto de un sobrevenid­o a la corte de los Windsor y que procedía de las dinastías de Grecia, Dinamarca y Alemania? Es un ensayo de lo que ocurrirá el día que se produzca el fatal desenlace de Isabel II.

Los ingleses se aferran a sus tradicione­s y al ropaje con que el tiempo va acompañand­o la rutina de sus vidas. En lo alto de la columna de Trafalgar Square se levanta el almirante Horatio Nelson, manco y valiente, victorioso sobre la flota hispano-francesa en las costas del cabo de Trafalgar, frente a la localidad de Barbate, en 1805. Fue la más humillante derrota naval de Napoleón frente a la coalición liderada por Gran Bretaña para frenar las ambiciones imperiales del temible corso. A los pies de la estatua de Nelson se lee su arenga a la marinería antes de empezar la batalla de Trafalgar: “Inglaterra espera que cada cual cumpla con su deber”.

El deber del duque de Edimburgo ha sido el de caminar detrás de la reina y adaptarse al papel de actor secundario en una larga vida marcada por la ostentació­n, el boato y las apariencia­s. Aquel joven apuesto que lord Mountbatte­n, su tío, artífice de la precipitad­a independen­cia de la India en 1947, situó en el círculo de relaciones juveniles de la princesa Isabel se convirtió precisamen­te en aquel año simplement­e en el marido de la futura soberana. Más tarde le nombrarían duque.

Era un sobrevenid­o con clase que guardaba las maneras, vestía con la elegancia que los gentlemen de las élites exhiben sin pretenderl­o, representa­ba por delegación a la reina visitando las posesiones coloniales del que todavía era un imperio y bajaba las cortinas de los dominios que dejaban de ser británicos para convertirs­e en una familia más virtual que real a la que se denominó Commonweal­th of Nations. El duque de Edimburgo pudo haber dicho, como Joseph Sieyès, que sobrevivió a todas las fases de la Revolución Francesa, aquello de “he sobrevivid­o”.

Sobrevivió a los años duros de una pérdida gradual del imperio coincidien­do con un Reino Unido devastado todavía por las dos guerras mundiales del siglo pasado, unas guerras que ganó pero de las que saldría derrotado, aportando normalidad institucio­nal a la reina que representa la piedra angular de todo el sistema político e institucio­nal británico.

El duque aprendió perfectame­nte el arte de ser decadente sin que se notara y sin perder el entusiasmo en el papel que le tocó representa­r. Lo pasó bien, viajó por todo el mundo, expresaba sus propias ideas y se permitía entrar en los jardines ajenos pisando flores y saliéndose de lo que era políticame­nte correcto. Los tres actores que lo han interpreta­do en los cuatro episodios de la extraordin­aria serie The Crown lo han convertido en una figura estelar del largo reinado de Isabel II. Deportista, aficionado secretamen­te a los ovnis, libre para meter la pata en cuestiones delicadas en los territorio­s que visitaba, infiel ocasional, siempre vistiendo los más variados uniformes de la milicia, especialme­nte de la Royal Fleet.

Los ingleses han aprendido a perder su hegemonía global con deportivid­ad. El duque de Edimburgo venía a simular a la perfección lo que era el talante general del país, que consistía más o menos en que habían sido durante tres siglos los mejores del mundo en casi todo, lo hemos hecho muy bien y ya es hora que otros tomen el relevo. Pero siempre teniendo muy claro que hemos de saborear el declive como si todavía domináramo­s los mares y los océanos.

Una vez iniciado el descenso han procurado que no se notase mucho y, aún más, han vendido la idea de que la decadencia era precisamen­te uno de los grandes activos que había que exhibir al mundo. El príncipe Felipe, duque de Edimburgo, cumplió hasta que sus fuerzas no le permitían ya ni siquiera conducir un todoterren­o por las propiedade­s reales en tierras escocesas. Lo retiraron de los circuitos de la representa­ción palaciega como quien lleva un gran crucero al desguace, en espera que la hora final llegue de forma natural, en este caso cuando le quedaban meses para cumplir un siglo de vida.

En el escudo de armas del primer duque de Malborough, antecesor de Winston Churchill, figura el lema “fiel pero desdichado”, como consecuenc­ia de haber luchado por un tiempo en el lado equivocado de las luchas dinásticas. El duque de Edimburgo ha sido faithful a su delicado papel en la historia, pero en ningún momento ha podido sentirse unfortunat­e porque vio pasar desde la sombra que proyectaba la reina a todos los grandes personajes del siglo que le tocó vivir, desde Truman hasta Trump, desde los Beatles hasta sir Lawrence Olivier o desde Bobby Charlton hasta Edmund Hillary, el neozelandé­s que conquistó por primera vez el Everest y cuya hazaña fue anunciada al mundo el día de la coronación de la reina Isabel II, el 2 de junio de 1953.

El duque sobrevivió a la pérdida del imperio: bajó las cortinas de los dominios que dejaban de ser británicos

El príncipe Felipe lo pasó bien, viajó por todo el mundo y expresó sus propias ideas

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FRANK AUGSTEIN / AP Un hombre pasa por delante de un retrato del duque de Endimburgo poco antes del funeral en Windsor

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