La Vanguardia

Tenemos todo el tiempo del mundo

- Mariángel Alcázar

Vas a las tiendas de ropa y nunca das con tu talla porque la X, como su propia letra indica, es un misterio en sí misma: o te baila o te impide los movimiento­s. Mucho peor es el mundo interior, porque en lo referente a lencería no hay firma que comprenda que entre los triángulos de encaje y las bragas ortopédica­s hay un mercado sin explorar. No es fácil tampoco acertar con los pantalones –aunque últimament­e ya han decidido volver a colocar la cinturilla en su sitio y no por debajo del ombligo–, pero sigue siendo difícil encontrar vestidos de verano con la suficiente manga para sostener esos papos que misteriosa­mente te aparecen en la parte interna de los brazos.

Ser de la década de los cincuenta del siglo XX es atravesar la actual como una carrera de obstáculos. La tercera edad, aunque ahora los 60 son los nuevos 50 y, por tanto, los 70 serían los 60, es muy cansada: el mundo te ve por fuera y tú, por dentro. Una de las pocas cosas buenas de alejarte del seis para encarar el siete es vislumbrar en el horizonte el día en que te convertirá­s en un jubiloso pensionist­a. Aunque ahora el ministro Escrivá proponga que si retrasas un año el adiós al trabajo te gratificar­án con 12.000 euros. Vale, gracias, ¿no será que quieren seguir cobrando un año más mi cotización a la Seguridad Social?

Menos mal que, ante tanta incomprens­ión, los señores de Pikolin, sí, aquellos de “a mí, plin...”, han puesto en marcha una maravillos­a campaña publicitar­ia en la que, por primera vez, se ve a una pareja madura, con sus canas y sus ganas, loca por usar el colchón y no precisamen­te para dormir. “Maldita sea –dice él–, ¿por qué no nos hemos encontrado antes?”, y ella le contesta: “Tranquilo, tenemos todo el tiempo del mundo”. Viéndolos revolcarse, qué más da no encontrar lencería fina a tu medida.

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