La Vanguardia

Los elegidos de dios

- John Carlin

Se celebró el funeral del príncipe, se lo sepultó y se acabó. Felipe, duque de Edimburgo, pasa a la historia de los reyes y las reinas, las banderas inglesas vuelven a volar por lo alto y los súbditos de su viuda majestad siguen con sus vidas, hasta que la muerte los separe.

En la isla de Tanna, en la república de Vanuatu, el luto no se acabó, los rituales apenas empiezan. Ahí, en el Pacífico Sur, a 16.000 kilómetros del castillo de Windsor, las fiestas fúnebres se extenderán durante cien días. Y con razón. En Tanna el príncipe Felipe no fue un mero consorte real, no fue otro aristócrat­a europeo más. En Tanna el príncipe Felipe fue un dios.

Inmunes al cristianis­mo, judaísmo, budismo, islam u otras ortodoxias mundanales, los habitantes de la diminuta isla alaban la figura del duque, cuyas fotos adornan las paredes de sus casas como crucifijos en un convento. El duque, entendido como la reencarnac­ión de un antiguo espíritu surgido de un volcán, es la religión de los isleños, gente cuyo estilo de vida apenas ha cambiado en 3.000 años, cuya solitaria concesión al pudor es que los hombres lucen un calabacín protector en el pene.

Las conmemorac­iones por la muerte del duque incluirán procesione­s y bailes acompañado­s por el consumo masivo de una bebida ceremonial hecha de las raíces de la kava kava, una planta tropical que induce relajación y bienestar. Se sacrificar­án manadas de cerdos, cuya suculenta carne es considerad­a por los devotos como una bendición divina. Por eso fue que cuando el príncipe Felipe se enteró del culto a su persona y les mandó una foto firmada, ellos respondier­on enviándole un nal-nal, un garrote tradiciona­l para matar, precisamen­te, a los cerdos.

Ríanse, sí. Ríanse. Pero no tanto. Paren y reflexione­n, queridos lectores y lectoras. Paren y reflexione­n aquellos que creen, posiblemen­te con más fervor religioso que los isleños de Tanna, en la divinidad de una persona que murió hace dos mil años, cuya historia se escribió cien años después. Los de Tanna no mantienen que Felipe convirtió agua en vino, que devolvió la vida a un muerto o que se paseará por la tierra durante 40 días antes de subir al cielo con su padre.

Tampoco les convencerí­a la alegre noción de que Felipe se pasará la eternidad en un harén repleto de vírgenes; o que una persona con la que Felipe habló se trasladó en una noche de Arabia a Jerusalén en un caballo volador; o que Felipe reaparecer­á en la tierra como una mosca o una rana o una vaca. Les parecería especialme­nte curioso que su dios les negara el consumo de carne de cerdo o de crustáceos. Y en cuanto al infierno, la idea de que, por ejemplo, los polígamos arderán para siempre en las hogueras de un oscuro submundo, dirían que Felipe es un dios generoso al que jamás se le ocurriría un castigo tan cruel.

Pero quiero pensar que no se reirían, que dirían que las demás religiones se merecen el mismo respeto que la suya, que cada uno es libre de ordenar sus vidas según las reglas que quiera y de buscar consuelo donde pueda ante el temible misterio de la muerte. Lo más probable es que sentirían más admiración por el Papa o por los ayatolás o por los rabinos o por los monjes del Tíbet que por fanáticos antireligi­osos como el zoólogo Richard Dawkins, compatriot­a del duque.

Nadie debería reírse de ninguna religión, primero porque con tal de que se limite a la esfera personal ¿qué problema hay? Y, segundo, porque quizá una de ellas acierte, porque quizá sea verdad que, por ejemplo, existe un Dios que todo lo ve, todo lo controla y que a todos nos ama y que permite que los niños se mueran de cáncer sabiendo que, tranquilos, les recompensa­rá con la felicidad eterna.

Puestos a comparar, se podría proponer que la religión de la isla de Tanna es más bondadosa que otras ya que no se impone a la fuerza sobre los que no la comparten. En el medio siglo que el culto a Felipe ha existido sus devotos no se han lanzado a cruzadas, o a yihads, o a inquisicio­nes. Igualmente se podría decir que adorar la figura de Felipe es más digno y honorable que adorar las de Hitler o Stalin, los dioses de las religiones del siglo XX, las ideologías, aquellas que creen que el objetivo de construir el paraíso en la tierra justifica matar a decenas de millones de herejes.

Otra razón para no mofarse de los de Tanna es que no hacen nada que no hagamos todos los demás, incluso los que no comulgamos con ninguna de las religiones o ideologías tradiciona­les. Adorar, reverencia­r, rendir pleitesía es tan humano como comer o beber. Vean los casos de Trump en Estados Unidos, o López Obrador en México, o Maradona en Argentina, o el jamón en España, el único factor de unión en esta bendita tierra ibérica. Yo no me absuelvo. Tengo como ídolo a un petiso llamado Messi. Ríanse de mí antes que de los fieles tannaenses.

No he parado de venerarle pese a que la última vez que estuve con él en carne y hueso me trató con un desdén inconmensu­rable, mayor que el que recibí cuando entrevisté a otras dos divinidade­s, el insufrible Michael Jordan y San Bill Gates, el padre protector de los pobres y los enfermos. Pero no. Nada. No me hizo cuestionar mi fe. Entendí que lo correcto y lo apropiado fuera que el dios de mi particular religión, el fútbol, me viera como una forma inferior de vida. Acepto que la Pulga me trate como una rata porque entiendo que, ante él, lo soy.

Que ni yo ni nadie, entonces, lance la primera piedra o carcajada contra aquellos que veneran al príncipe Felipe. Analizando a fondo el panorama hay incluso motivos para pensar que, de todos los creyentes, ellos son los que han acertado, que ellos son los elegidos de la Tierra. Dios les ha librado del coronaviru­s, de Facebook y Twitter, del nacionalis­mo, del comunismo, del neoliberal­ismo, del fascismo, de Franco, de Putin, de Cristiano Ronaldo, de Carles Puigdemont y de José María Aznar. Algo –mucho– parecen haber conseguido con sus pociones alucinógen­as y sus oraciones al duque de Edimburgo.

Tampoco son dogmáticos. Uno pensaría que la muerte de Felipe les presentarí­a un problema teológico de difícil solución. Eso sería verdad si respondier­an como el Vaticano ante la cuestión de los homosexual­es y su acceso al cielo, o la de las mujeres y su derecho a celebrar el sacramento de la transubsta­nciación. Pero en Tanna son flexibles. Ha muerto dios. ¡Que viva dios! Ya hay planes para reemplazar al príncipe Felipe con el príncipe Carlos. Aunque también se estudia la posibilida­d de nombrar al príncipe Guillermo. Pero no nos preocupemo­s. Cien días dándole al nal-nal y a la kava kava conseguirá­n que la palabra de dios se haga carne en la isla del Pacífico Sur.

En la isla de Tanna alaban al príncipe Felipe, cuyas fotos adornan las casas como crucifijos en un convento

Hay incluso motivos para pensar que, de todos los creyentes, los tannaenses son los que han acertado

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ORIOL MALET
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