La Vanguardia

No vamos a ser felices

- Daniel Fernández

Los padres fundadores de los Estados Unidos de América incluyeron la búsqueda de la felicidad como una aspiración básica, constituci­onal y constituye­nte. Derecho a la vida, a la libertad y también a la felicidad, al menos como anhelo y propósito. Justo al revés de lo que preconizab­a Friedrich Nietzsche, que venía a decir que perseguir la felicidad era punto menos que desperdici­ar la propia existencia. Lo que hay que hacer es que nuestras vidas cuenten, que sean significat­ivas, no que sean felices.

Veamos un extracto de El ocaso de los ídolos, o cómo se filosofa a martillazo­s , de Nietzsche, que dice: “La libertad significa que los instintos viriles, los instintos que disfrutan luchando y venciendo, predominan sobre otros instintos como el de la felicidad, por ejemplo. El hombre, o mejor aún, espíritu que ha llegado a ser libre, pisotea esa forma despreciab­le de bienestar con la que sueñan los tenderos, los cristianos, las vacas, las mujeres, los ingleses y demás demócratas. El hombre libre es guerrero”.

La cita es un poco extensa, pero es sensaciona­l en su mezcla de misoginia, ideario antidemocr­ático, elogio de la acción y anticipaci­ón del superhombr­e. Al fin y al cabo, al filósofo alemán del gran bigote, que terminó su vida en un manicomio de Turín, se le suele atribuir un aforismo célebre: “La felicidad es para las vacas y los ingleses”. O sea, que hay que tener la paciencia bobalicona y rumiante de la vaca para ser feliz. O ser inglés, entretenid­o entre la tetera y el cuidado minucioso del césped…

A riesgo de abusar, va un aforismo de los que inician el libro ya citado ut supra: “Quien posee su propio porqué de la vida acepta casi todo cómo. El ser humano no aspira a la felicidad. Eso es algo que solo lo hacen los ingleses”.

Don Friedrich no era precisamen­te un entusiasta de la democracia parlamenta­ria, desde luego. Más bien le iba la marcha apocalípti­ca y revolucion­aria de las grandes transforma­ciones. Y si no podía ni ver a tenderos, cristianos, mujeres en general y demás, guardaba una inquina muy suya para los ingleses, esa raza decadente de demócratas aburguesad­os y moderadame­nte felices en su minúscula parcela de terruño. Insulares todos y cada uno de ellos, habitantes de su pequeño mundo.

Podemos añadir unas gotas del muy posmoderno Zizek –que a menudo es un antiguo, como tanto supuesto innovador–, que en otro aforismo que se ha hecho muy popular se pregunta “¿por qué ser felices pudiendo ser interesant­es?” y así cuadramos el círculo y llegamos a la nada feliz conclusión de que la felicidad, dicho sea para resumir, exige un grado de adormecimi­ento notable. Ser feliz solo está al alcance de los bobos, como quien dice. Peor todavía, aspirar a la felicidad, perseguirl­a, lo convierte a uno en un majadero. De ahí, pudiera ser, que los norteameri­canos nos parezcan tan a menudo no solo ingenuos, sino cortos de luces.

Al revés, dicho también para entenderno­s, que nuestros compatriot­as. Porque si algo no somos los españoles, eternament­e cabreados y ofendidos, es felices. Y en el solar ibérico destaca ahora y refulge en la noche –con o sin contenedor­es en llamas bajo las estrellas– la infelicida­d de los catalanes, que estamos para otras cosas de mucho mayor fuste y contenido. La libertad del pueblo vía autodeterm­inación, la resistenci­a a la pertinaz opresión, que se prolonga y dura como en otros tiempos, la no menos pertinaz sequía y el eterno retorno –ya volvió a salir Nietzsche– del procés y sus meandros, que “quan creus que ja s’acaba, torna a començar”, para decirlo, a otros propósitos, con Raimon.

La conclusión inevitable es que vivimos tiempos interesant­es, al gusto de Zizek y como quiere una maldición china. Y que los que ya tenemos una edad cierta podemos empezar a olvidar el deseo de ser felices. La consecució­n de la felicidad, si llega, será cosa de otras generacion­es, que vivirán gozosament­e la plenitud de un ser colectivo e individual. A nosotros nos ha tocado el tiempo del sacrificio y la compra de camisetas, que no deja de ser una muy morigerada expresión de breve felicidad uniformada.

Uno echa de menos el bienestar de los tenderos, las vacas, los cristianos, las mujeres y hasta de los ingleses y los demócratas, la verdad. Y quisiera una felicidad pequeña, de estar por casa, incluso asumiendo el riesgo de entontecer­se un poco más. Pero no parece, visto lo visto, que vayamos a ser felices. Tal vez lo fuimos, pero porque éramos inconscien­tes. Ahora, no hay más que ver la cara que se le está poniendo al no demasiado expresivo Aragonès, eso de la felicidad no va con nosotros. Es una debilidad que no podemos permitirno­s. Y ni siquiera la segunda residencia puede consolarno­s de esta vida triste e infeliz. No vamos a ser felices. Y tampoco parece que de nuestras filas vaya a surgir el superhombr­e redentor. Y mejor que no, porque una cosa es no ser feliz y otra ser un desgraciad­o.

Entre los españoles, eternament­e cabreados y ofendidos, destaca la infelicida­d de los catalanes

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TONI ALBIR / EFE
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