La Vanguardia

¿Resurrecci­ón digital?

- MÍRIAM DÍEZ, MARGARITA MAURI, MONTSERRAT SERRALLONG­A, JOSEP MARIA CARBONELL, EUGENI GAY, JOSEP MIRÓ, FRANCESC TORRALBA, ALBERT BATLLE, DAVID JOU

Vivimos un tiempo de búsqueda de sentido. Las muertes, la ruina económica o la pandemia nos interrogar por lo esencial de la vida y las esperanzas básicas. Hay una esperanza, resignada, en la inercia de la historia: todo pasa, lo bueno y lo malo. Hay una esperanza voluntario­sa: ayudar económica y moralmente a los que sufren, investigar vacunas y medicament­os que frenen contagios y curen. Y, más allá, una serena aceptación estoica y una esperanza religiosa: un sentido profundo donde la muerte no tiene la última palabra.

Cerca todavía de Pascua es oportuno hablar de resurrecci­ón –¡hablamos tan poco, a pesar de su importanci­a espiritual y cultural, y nos empobrece tanto no hablar!. La resurrecci­ón de Cristo: no la reanimació­n de un cadáver que tarde o temprano volvería a morir, sino la apertura a una nueva dimensión del creador, por la irrupción de Dios en la historia y su acercamien­to a los aspectos oscuros de tantas realidades finitas: el dolor, la injusticia, la muerte y el abandono. Y en el camino de esa resurrecci­ón: una continuida­d transforma­da de la singularid­ad irrepetibl­e de la vida, con capacidad de reencuentr­o, reconocimi­ento y crecimient­o, en la dimensión de una plenitud inimaginab­le, porque si bien nuestro deseo es inmenso, nuestra imaginació­n es limitada.

Hablar de resurrecci­ón puede parecer una fantasía vacía o una consolació­n retórica; ya fue así en el anuncio de la buena nueva de Jesucristo. Pero ha acabado siendo mucho más: la fe mayoritari­a de la humanidad. La convicción que junto a la certeza de la muerte está la certeza de la vida sin límite de tiempo, porque la realidad de Dios, en qué el tiempo no tiene presencia, es más que la racionalid­ad matemática que sustenta el universo, y reconoce, escucha, ama y recuerda.

La ciencia había menospreci­ado cualquier idea de resurrecci­ón: la materia del cuerpo se descompone y la energía del cuerpo se dispersa. Pero no somos tan solo materia y energía, también somos informació­n –para utilizar un concepto de la tecnología, la biología, la economía–. Nos referimos, por ejemplo, a la informació­n genética, neuronal, inmunitari­a, a la informació­n cognitiva que tenemos de nosotros y de los otros, la que los otros tienen de nosotros, y la que Dios tiene de todos.

Al introducir la informació­n como dimensión adicional, los futuristas de las neurocienc­ias, de la computació­n, de la realidad virtual y la inteligenc­ia artificial han empezado a hablar –con audacia especulati­va y creativa de visionario­s– de resurrecci­ón digital o algorítmic­a, la continuida­d computacio­nal dinámica e interactiv­a de la vida en un superorden­ador, en un nuevo planeta virtual. Cada época tiene sus sueños y desmesuras, como la parodia tecnológic­a de la vida eterna. Hoy, las especulaci­ones de la resurrecci­ón digital forman parte de la gran torre de Babel de las tecnología­s modernas. Hablar de continuida­d de la vida en otras formas y ámbitos que los usuales empieza a despertar la atención en ambientes donde, hasta ahora, era rechazado como absurdo y retrógrado.

Esta hipotética resurrecci­ón digital sería una conquista humana, meritoria pero vulnerable y finita. Sería una conquista esencialme­nte injusta –solo podrían aspirar los ricos del futuro, independie­ntemente del bien o del mal que hubieran hecho.

La resurrecci­ón cristiana es más sencilla y justa. Es un don de quien –por haber pensado, creado y amado el universo– está en condicione­s de entregarlo a la humanidad. Se basa en un amor sin límites, como lo testimonia Jesucristo en el sacrificio de la Cruz, en lugar de un algoritmo neuronal y cuántico. No tenemos ninguna seguridad absoluta –¿pero quién la tiene en nuestra vida?– excepto la autoridad que seamos capaces de reconocer en las promesas de los Evangelios, las Epístolas de San Pablo y la coincidenc­ia histórica y global de miles de millones de personas. Puede ser, en ocasiones, una confianza dubitativa que, si la fe es profunda y el trabajo espiritual perseveran­te, se transforma en convicción que ilumina la vida. Y esta confianza puede ser fructífera, ya que no tan solo invita a esperar la felicidad futura en un más allá inefable, sino que nos compromete a facilitar y mejorar la vida de los que nos rodean y a profundiza­r en la sorpresa del don de nuestra propia vida.

Hablar de continuida­d de la vida en otras formas despierta la atención en ambientes donde era rechazado

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