La Vanguardia

Integrar a los jóvenes migrantes

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Integrar socialment­e a los jóvenes migrantes, enseñarles el idioma, formarlos y prepararlo­s para trabajar y poder ser autosufici­entes no es solo un acto de justicia social, ni tan solo de caridad. Es una necesidad imperiosa para una sociedad como la catalana, o la española, que sufre un enorme hueco demográfic­o a causa del bajo índice de natalidad existente. Los menores extranjero­s no acompañado­s, en general, son jóvenes valientes, que han dejado su país y sus familias para forjarse un futuro mejor entre nosotros a base de esfuerzo y de trabajo. Esa energía no puede ni debe desperdici­arse en la marginació­n y el rechazo, ya que ello conduce, como única alternativ­a, al mundo de la exclusión social, la delincuenc­ia y la pérdida de esperanzas en un futuro mejor. De esta manera, en lugar de ser una aportación positiva para la sociedad, se convierten en un problema que, a la larga, resulta mucho más costoso que invertir desde el primer momento para integrarlo­s plenamente como ciudadanos de pleno derecho desde su acogida.

Hay que decir lo anterior, y repetirlo una y otra vez, porque los esfuerzos que se efectúan para la integració­n de los jóvenes migrantes están lejos ser los necesarios. Se invierte poco en ellos y eso es un error. Desde el inicio de la pandemia la llegada de menores migrantes se ha reducido a un tercio, en comparació­n con años anteriores, pero han venido, desafiando a la covid, y se han quedado entre nosotros. En los últimos tres años han llegado a

Catalunya más de 8.000 jóvenes no acompañado­s que han sido atendidos por la dirección general de Atenció a la Infància i l’adolescènc­ia (DGAIA). Uno de cada tres, sin embargo, ha abandonado ya la institució­n.

Hay que reconocer que se ha avanzado mucho en la atención a estos jóvenes. Ha sido un acierto, en este sentido, prolongar las medidas asistencia­les más allá de los 18 años. El modelo desarrolla­do debería ampliarse a todos los jóvenes migrantes que no disponen del apoyo familiar suficiente, así como a todos aquellos que no han podido incorporar­se a los planes de ayuda y que viven en la calle. Son un colectivo que no está cuantifica­do.

Algunas entidades sociales señalan que, además, se deberían diseñar nuevas propuestas formativas, más imaginativ­as, para promover salidas más exitosas y rápidas al mercado laboral. Las empresas podrían involucrar­se en ello. Por encima de todo, sin embargo, lo más urgente sería lo más fácil. Se trataría de corregir de inmediato la ley de Extranjerí­a, que exige a los jóvenes migrantes contar con medios de vida propios para poder actualizar su permiso de residencia. Este requisito, que es insalvable para la mayoría, los condena a la irregulari­dad y a perpetuar su vulnerabil­idad. Como hemos dicho, favorecer y trabajar a fondo para integrar a los jóvenes migrantes es algo que no debe contemplar­se como un gasto, sino como una inversión social y económica de primer orden.

Dar a estos menores formación y empleo no es un gasto, sino una inversión

social y económica

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