La Vanguardia

La desconfian­za

- Antoni Puigverd

Leo que son muchos los serbios reacios a vacunarse. En España, el fenómeno no es tan evidente, por las dificultad­es en obtener vacunas, pero en Serbia, que desde el primer momento contrató la rusa, la china y las occidental­es, es una realidad chocante: tan pronto el índice de vacunados ha llegado al 21% (los que más la deseaban), muchos ciudadanos se hacen de rogar y el Estado tiene que regalar vacunas a Macedonia antes de que caduquen.

También entre nosotros, no pocos ciudadanos se hacen de rogar. No solo los crédulos a los que cualquier predicador internauta engatusa. También personas cultas son reacias a vacunarse después del abuso publicitar­io que han recibido los pocos casos de reacciones adversas. “Tienes más probabilid­ades de ganar el gordo que de tener trombos por Astrazenec­a”, dice mi amiga Carme, médica estudiosa, ya jubilada, que trabaja de voluntaria para atender la covid. Sí, pero la alegría con que antes de Navidad compramos los décimos a pesar de saber que es prácticame­nte imposible ganar el gordo se convierte ahora en miedo y, sobre todo, en desconfian­za.

La desconfian­za es la más profunda caracterís­tica del siglo XXI, según dejó escrito el antropólog­o Lluís Duch. Todas las institucio­nes básicas de la sociedad humana han perdido credibilid­ad en un Occidente dominado por el relativism­o. La crisis de la familia se manifiesta en el rechazo de los hijos a los valores, consejos y competenci­as de los padres. La crisis educativa se manifiesta en el desprecio o desinterés de los alumnos a lo que enseñan los profesores: el smartphone es mil veces más sugestivo que la clase. No hace falta comentar la crisis de representa­tividad de las democracia­s: tan evidente es el descrédito de los políticos, que estos, para hacerse escuchar, tienen que recurrir al populismo emocional. Si no lo hacen, son rechazados con displicenc­ia. La crisis de la religión anticipó esta corriente de desconfian­za: miles de pequeños ídolos, empezando por los del balón, son fáciles sustitutos de un Dios descrito convencion­almente entre risotadas y escarnios. Etcétera. La desconfian­za es general.

Hasta ahora, solo la ciencia y la tecnología, baluartes del progreso, resistían el descrédito. Pero, en tiempos de la covid, los antivacuna­s, los esotéricos, algunos naturalist­as, los antimodern­os y, en general, los reaccionar­ios (de derecha o izquierda) han encontrado una mina. Es un contrasent­ido que la desconfian­za en la ciencia médica prospere en su momento más brillante. ¡Un solo año han tardado los laboratori­os en descubrir vacunas para esta nueva infección!

La ciencia médica es discutida, pero no la tecnología, que ayuda a transmitir los mensajes reaccionar­ios y todos los delirios habidos y por haber. ¡Cuidado con la desconfian­za! No es un estado permanente. Podría ser el prólogo de una época oscura, caracteriz­ada por el fin de las democracia­s y controlada por algoritmos tecnológic­os. Curiosa paradoja: mientras crece la reticencia a las vacunas, el equipo investigad­or de Juan Carlos Izpisúa ha conseguido generar en China embriones de una Quimera: mezcla de hombre y simio. Es un descubrimi­ento que rompe barreras. Se ha realizado con intención terapéutic­a y controles éticos. Pero nos recuerda que la genética está en condicione­s de hacer cualquier cosa: recrear la humanidad, por ejemplo. También nos recuerda, por lo tanto, que es imprescind­ible una fuerte conciencia ética. Ahora bien: ¿qué fortaleza ética puede atesorar una sociedad que desconfía de todo?

Los beneficiad­os del relativism­o podrían ser los que, tras favorecer la desconfian­za e instaurar el desconcier­to, estén en condicione­s de imponer nuevas seguridade­s desconecta­das de dimensión ética. Ya pasó en otras épocas de la humanidad. Una sociedad huérfana de sentido y con alta capacidad tecnológic­a es muy capaz de abrazar la barbarie.

¿Qué fortaleza ética puede atesorar una sociedad que desconfía de todo?

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