La Vanguardia

Terapia y amor

- Joana Bonet

Buscamos secretos, aunque sepamos que en cualquier historia habita un silencio. Lo que se calla puede ser la pieza suelta que necesitába­mos para comprender o, todo lo contrario, nos decepciona porque, lejos de esclarecer algo, lo oscurece. Por ello hay escritores que incluyen largos silencios en sus novelas como forma de activar nuestra propia voz y excitarnos la curiosidad. Nos llevan a fantasear que somos pequeños Robinson Crusoe de la condición humana, ansiosos de entender la razón por la que unos se corrompen y extravían, pierden las ganas de amar, y otros se hacen millonario­s.

Hoy somos terapeutas amateur que hurgan entre los restos de los sueños para explicarno­s por qué perdemos el sentido de la vida. Atribuimos a la pandemia la nube mental que ralentiza nuestro pensamient­o. La misma que nos ha desgajado del grupo por su condición tóxica. Ha desapareci­do incluso el espacio público para hablar de la nada, y se han llenado las consultas –muchas virtuales– de psicólogos y psiquiatra­s. “¿Qué me está pasando?”, “¿qué he hecho mal en la vida?”, “¿por qué soy una mierda?”. La pandemia se ha erigido también en contaminad­ora de mentes al romper la ilusión del control, ese mandato que ha regido siempre nuestras vidas.

Se agranda la brecha del afecto: deseamos imperiosam­ente que nos quieran, que sepan de verdad quiénes somos. Personajes famosos que durante años insistiero­n en no hablar –Nevenka, Rocío Carrasco...– se han sentado frente a una cámara y han ofrecido un relato interioriz­ado que deja entrever largas sesiones de terapia o autoanális­is. Se lo han contado a sí mismos –o al médico– en infinitas ocasiones, de ahí que lo articulen sin dudar: expresarlo es empezar a curarse.

“Se debería entonces pensar la pandemia como criatura mítica”, afirma en Lo que estábamos buscando (Cuadernos Anagrama) Alessandro Baricco, para quien el virus, antes de tocar los cuerpos de los individuos, ha contagiado el imaginario colectivo. Y, una vez pase, ya vacunados, resistirá como un mito que tan solo podrá ser conjurado por otro, un descarrila­miento del cuerpo con mejor química que el diazepam: el amor.

La brecha del afecto se agranda: deseamos que

nos quieran

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