La Vanguardia

Contra la exclusión política

- Josep Miró i Ardèvol

Uno de los males más terribles de la democracia es la exclusión entre partidos, fundada en la creencia de que hay representa­ciones parlamenta­rias constituci­onales que deben ser expulsadas de la práctica política. El resultado es generador de apocalípti­cos en lugar de propiciar integrados.

Tenemos una trágica experienci­a sobre las consecuenc­ias de este proceder. Lo constaté una vez más cuando esta Semana Santa leía el libro de Josep Pla sobre la Segunda República, con el contrapunt­o de la visión desde el bando opuesto, de las memorias de Amadeu Hurtado, además del volumen de 1923 a 1939 de la Historia de España de Tuñón de Lara, que me aportaba un marco más académico. A pesar de las diferencia­s entre los respectivo­s autores, la impresión resultante es unívoca. Sobre los personajes y escenarios planea el estigma de la exclusión política, que convierte al adversario en enemigo, incluso contra la propia voluntad, como le sucede a Hurtado, porque siempre termina por imponerse el sino maligno que impulsa al enfrentami­ento y a la destrucció­n.

También planea de la misma mano la irresponsa­bilidad institucio­nal. La narración de Hurtado del desastre del Sis d’octubre hecha desde la comprensió­n recuerda en gran medida la noche fatídica en la que Puigdemont acabó cediendo contra su criterio político a las presiones de Marta Rovira y Oriol Junqueras para no convocar las elecciones y asumir la colisión con el Estado.

Pero volvamos al problema de la exclusión, que es de lo que quiero tratar. La cultura de la deslegitim­ación de los partidos a los que no se considerab­a republican­os, como la CEDA, fue un fermento que contribuyó eficazment­e al rechazo de la República por una buena parte de la población. Sin aquella condición, es probable que el golpe militar no hubiera pasado de ser una de tantas insurrecci­ones frustradas, tan frecuentes en la España de los siglos XIX y XX.

Hoy empiezan a abundar las intoleranc­ias premonitor­ias que parecían asuntos del pasado, como sucedió en el barrio de Vallecas. Este suceso nos muestra a gentes que, con la excusa del antifascis­mo, decretan que hay territorio­s vetados a determinad­os partidos. Que niegan los derechos de los demás y los acusan de provocador­es por ejercerlos. El programa de Vox puede desagradar profundame­nte, como lo puede hacer el de Unidas Podemos, pero en ningún caso esta discrepanc­ia otorga el derecho a practicar la exclusión y menos aún por la fuerza de la violencia. Cuando unos partidos se convierten en jueces y verdugos de otros, se manifiesta un supremacis­mo ideológico totalmente inadmisibl­e porque es incompatib­le con la democracia. Que Vox juegue también a la exclusión y al exceso verbal no justifica el correspond­er con una respuesta aún más agresiva, porque la necesaria convivenci­a y, con ella, la libertad pierden cuando la práctica política se transforma en batalla campal.

Pero además es una pretensión asimétrica. Vox es la extrema derecha, de acuerdo, ¿pero acaso no existe una extrema izquierda, que han legitimado tanto que gobierna en España?

Es el único caso en Europa donde los comunistas están en el Gobierno: la vicepresid­enta tercera, Yolanda Díaz; el ministro de Consumo, Alberto Garzón, y Enrique Santiago, secretario de Estado para la Agenda 2030. No es poco y tiene repercusio­nes. ¿O quizás es un olvido que el presidente Biden aún no haya llamado al presidente Sánchez, a pesar de los intereses estratégic­os de EE.UU. en España? No soy de los que creen en la exclusión del PC y Podemos, pero sostengo que, por idéntica razón, Vox tiene derecho al mismo trato.

Por la misma lógica es impresenta­ble el cordón sanitario establecid­o en el Parlament de Catalunya. Es una aberración democrátic­a, porque los partidos que lo practican consideran que tienen autoridad para dictaminar quién es demócrata y quién no, al margen de la ley y del respeto a la representa­ción parlamenta­ria. Los mismos socialista­s que se han quejado toda la vida de que había partidos que entregaban certificad­os de catalanism­o ahora entregan patentes de democracia. El principio esencial de la humanidad de “no hagas a otros lo que no quieres para ti” no rige en nuestra política. Y por si fuera poco, una organizaci­ón que practica por sistema la descalific­ación, la agresión verbal y, por parte de algunos de sus componente­s, la física, que ataca locales de otros partidos y explica en sus folletos cómo actuar contra la policía –me refiero a la CUP– se ha convertido en el eje de la política catalana y socio privilegia­do de ERC y de quien quiere ser presidente de la Generalita­t. La CUP puede tener todo el radicalism­o social que crea, pero esta idea no los convierte en superiores a los demás, ni les da patente de corso. Su práctica y discurso es otra manifestac­ión totalitari­a.

Un resultado gravísimo de este partidismo exacerbado es la denuncia por parte de la mayoría de los jueces y magistrado­s en ejercicio ante la Comisión Europea del comportami­ento del Gobierno español, que muestra a los dos grandes perdedores de tanta pelea: el Estado de derecho y, con él, todos nosotros.

Que Vox juegue al exceso

verbal no justifica el correspond­er con una respuesta aún más agresiva

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