La Vanguardia

Últimos días con Teresa

- Javier Melero

Por poco que les interesen los intrínguli­s de la Unión Europea (que es lo que a mí me ocurre), algunos de ustedes habrán visto esa curiosa escena en la que la presidenta de la Comisión, la señora Von der Leyen, se ve relegada a asentarse en un sofá en pose de taquígrafa mientras el presidente turco, el adusto señor Erdogan (uno de esos extraños aliados que no hacen más que mostrar el asco que le damos), la contempla con displicenc­ia y un no sé qué de satisfacci­ón. A todo eso, el presidente del Consejo, el señor Michel, sonríe como un besugo y se apropia raudo de la única silla dispuesta para la ocasión junto al mandatario otomano. La señora Von der Leyen queda así a una distancia prudencial –no fuera a contagiarl­es algo– y es de suponer que dando gracias a Dios por haber tenido la previsión de ponerse unos pantalones para no excitar aún más las iras de tan amable anfitrión.

Repararán ustedes en que se trata de un desaire que acontece en una recepción a la que asisten oficialmen­te los representa­ntes de los más de cuatrocien­tos cincuenta millones de ciudadanos de la Unión Europea, el mayor donante mundial de ayuda humanitari­a y una de las tres economías más importante­s del planeta. Eso sí, también un enano político que no genera ni siquiera el respeto imprescind­ible como para que le guarden un poco las formas. Decía Maquiavelo que el gobernante, para ir bien, debe intentar ser amado o temido, pero, a estas alturas, ya podemos decir que la UE no ha conseguido ni una cosa ni otra.

Para entender cómo puede esto ser así, cómo con los impuestos de los sufridos contribuye­ntes europeos se ha creado una burocracia tan atractiva como el camión de la basura e ineficient­e hasta el escándalo en la gestión (al triste asunto de las vacunas me remito), me permito recomendar­les el libro Mil días en Bruselas. Diario irreverent­e de una eurodiputa­da, que acaba de publicar Teresa Giménez Barbat.

La señora Giménez es una escritora elegante e ingeniosa, desenfadad­a y poco convencion­al que, con un tono amargament­e divertido, nos da cuenta de esta lamentable historia. La de cómo el ideal de la Unión surgido de los escombros de la Segona Guerra Mundial ha acabado convertido en un artefacto que solo parece ilusionar a los recién llegados que buscan los fondos de cohesión; una especie de oligopolio antirruso cada vez más similar al mapa de la OTAN y del que más de uno quiere salirse en cuanto cobre el último cheque.

El Parlamento Europeo aparece en el libro como un lugar donde se invierten millones de euros en informes sobre “Mujer y transporte”, en los que se analizan minuciosa y multidisci­plinarment­e las causas por las que a las mujeres no les gusta ser camioneras; o se dejan de utilizar productos limpiadore­s en los inodoros por la presión de los ecologista­s y todos acaban presentand­o un sospechoso cerco oscuro en la taza; o se impone un “comisario de género” en las reuniones de trabajo, para velar por que en los debates no se deslicen expresione­s de corte machista a las que, por lo visto, las señoras diputadas (más del treinta por ciento del Parlamento) no serían capaces de hacer frente por sus propios medios. Todo ello sin olvidar los debates sobre los elfos irlandeses, la maldad irremediab­le de los alimentos transgénic­os o los chismes sobre lo escasament­e progre y multicultu­ral que, a fin de cuentas, resultó ser el Dalái Lama.

La autora, que formó en su día parte del núcleo fundador de Cs –una tarradelli­sta convencida, a la que se debe la iniciativa de que el partido tomara su nombre de aquella célebre frase del president a su regreso del exilio: “Ciutadans de Catalunya, ja soc aquí…”–, carga sobre sus espaldas (nadie es perfecto) con la responsabi­lidad de haber sido la descubrido­ra y promotora del señor Albert Rivera. Hasta el punto de que el señor Rivera llegó a decirle que era su “madre política” y que nunca olvidaría lo que había hecho por él, lo cual fue absolutame­nte cierto. Aparte de hacerle el vacío más absoluto, no hubo desprecio ni desconside­ración que el señor Rivera, en el éxtasis de su poder, no infligiera a la autora.

Por una serie de afortunado­s rebotes y carambolas, la señora Giménez acabó de eurodiputa­da e intentó implementa­r su agenda liberal y humanista en el que creía que sería el mejor lugar para ello: ese edificio de Bruselas en el que te obligan a hacer una visita turística, aunque solo vayas a entregar una pizza. Sus compañeros de grupo la recibieron con escaso entusiasmo, la dirección de Cs la ninguneó cuanto pudo y a algunos de sus adversario­s, como los señores Tremosa y Ernest Maragall, solo les faltó atizarle un coscorrón. A pesar de todo, y de haber sido expulsada de las listas por su hijo, el señor Rivera, en las últimas elecciones, la señora Giménez aún dice creer en las virtudes del proyecto europeo. Será verdad, pero, tal como las explica, dan ganas de apuntarse al Pacto de Varsovia. En cualquier caso, que se quede ella con el sueño de la Europa que tal vez pudo ser, que yo me quedo con este libro excelente y descorazon­ador.

Tal como Giménez Barbat explica las virtudes de la UE dan ganas de apuntarse

al Pacto de Varsovia

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DPA / EP
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