La Vanguardia

Madoff y Mac Gregor

- Josep Maria Ruiz Simon

La semana pasada murió, en la prisión de Butner, Bernie Madoff, el autor del mayor fraude piramidal de la historia. El filósofo Avishai Margalit le dedica unas hilarantes páginas en su ensayo De la traición, publicado en castellano por Avarigani y en catalán por Arcàdia. En este libro solo hay lugar para traidores y si Madoff se pasea por sus líneas es porque, con sus estafas, abusaba de su gente, judíos como él, con los que, según creían sus correligio­narios, compartía afinidades electivas. Las relaciones de los estafados con los estafadore­s pueden ser de muchos tipos. Como señala Margalit, en el caso del “mago de las finanzas de Wall Street” estas relaciones se basaban en la confianza que despiertan aquellos a quienes se identifica como “uno de los nuestros”. Sus futuros perjudicad­os, que se sentían cercanos a él por variadas razones, estaban convencido­s de que Madoff era previsible y procuraría tanto por sus propios intereses como por los de sus apreciados clientes.

Y el cinismo propio de aquellos inversores que se tienen por más astutos que el resto de los mortales alimentaba en estos últimos la credulidad en la clarividen­cia de quien supuestame­nte les beneficiab­a. Mientras nadie temía por el negocio, todo el mundo estaba contento. Luego, sus poco inocentes víctimas le considerar­on unánimemen­te un traidor. Esta considerac­ión tan uniforme es lo que distingue el prosaico caso de Bernie Madoff del fabuloso caso de Gregor Mac Gregor, héroe escocés de la guerra de independen­cia de Venezuela y vendedor de utopías, que Margalit también comenta.

A mediados del XIX, sir Gregor Mac Gregor inventó la existencia del reino de Poyais, en el Caribe. Hizo imprimir billetes de banco del país, del que decía ser el príncipe, y escribió un libro que, además de relatar sus maravillas siguiendo los esquemas de la literatura utópica, incluía un grabado del principal puerto del nuevo Estado con una inscripció­n falaz donde se leía “infraestru­ctura ya existente”. Una vez instituido este Estado con descripcio­nes ficticias, Mac Gregor abrió una oficina en Edimburgo donde vendía títulos de deuda pública del tesoro de Poyais y parcelas de tierra a quienes querían establecer­se como colonos. La empresa fue un éxito. Y, al cabo de un tiempo, empezaron a zarpar barcos hacia la tierra prometida, que no era ninguna república ideal en construcci­ón, sino un pantano selvático infestado de mosquitos. La mayoría de los colonos perdió, además de los ahorros, la vida. Pero sorprenden­temente, como remarca Margalit, muchos supervivie­ntes firmaron una declaració­n donde afirmaban que creían en la inocencia de Mac Gregor. Como también apunta el ensayista, el parecido de este comportami­ento con el de los prisionero­s del Gulag que manifestab­an que si Stalin supiera lo que se hacía en su nombre, no estarían allí, es notable. A menudo, las obras de la fe y la esperanza religiosa en los proyectos políticos perduran gracias a la capacidad de no sentirse estafados de quienes ya han sido estafados.

En el siglo XIX Gregor Mac Gregor inventó la existencia del reino de Poyais en el Caribe

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