La Vanguardia

El poder y el ‘procés’

- Francesc-marc Álvaro

Se ha hablado mucho de soberanía y muy poco de poder. El independen­tismo ha buscado las llaves perdidas junto a la luz de la lámpara y no allí donde las había extraviado. Es más fácil hablar de soberanía que de poder, sobre todo si hace siglos que el poder político –el que depende de la coerción y la violencia– lo ejercen otros. Por eso arrastramo­s unos malentendi­dos conceptual­es enormes que se solapan con las contradicc­iones estratégic­as y con la tensión ordendesor­den, la más importante para analizar el colapso del procés.

En el ensayo de Eugenio Trías La Catalunya ciutat

(publicado en 1984 y reeditado el año pasado por Galaxia Gutenberg), el filósofo catalán menciona algunos fragmentos de las memorias de Gaziel. A la luz de lo que ha sucedido desde el 2012, vale la pena subrayar lo que escribió el gran director de La Vanguardia: “Las revolucion­es verdaderas (las únicas que merecen ese nombre) implican siempre cambios dolorosos, hundimient­os terribles y otros estragos patéticos. Revolucion­es ‘desde arriba’, es decir, hechas pacíficame­nte por las clases acomodadas y conservado­ras de un país, mientras prosperan los negocios y se va cortando el cupón, no ha habido nunca en sitio alguno. Y, si ven alguna que lo parece, mírenla bien y le verán el plumero: no es una revolución indiscutib­le, sino una evolución más o menos hábil, más o menos profunda, pero que en definitiva no cambia nada esencial, ninguno de los fundamento­s que soportan la estructura de un país, tal y como son en una hora histórica determinad­a”. Vicens Vives llega a la misma conclusión cuando expone que los catalanes son “un pueblo que se encuentra sin voluntad de poder”.

Salvando todas las distancias temporales y mentales (que no son pocas), está claro que “la revolució dels somriures” –impulsada por clases medias, no por las clases altas con poder económico y financiero– nunca ha podido escapar de una de sus contradicc­iones originales, como señalamos en su momento, que tiene que ver con un factor clave: el nacionalis­mo de Pujol no podía desvincula­rse de los cimientos de la transición y el procés necesitaba contar con los herederos políticos de CIU para ocupar el mainstream, pero eso sometía Artur Mas a pruebas constantes de fiabilidad a la luz del rupturismo de esa ERC que tenía prisa, igual que la CUP y la ANC. Por eso el procés parecía –según cuál fuera la perspectiv­a– dos cosas contradict­orias a la vez: un disfraz del pospujolis­mo para perdurar y una estratagem­a de los republican­os para hacer el clic sin que se notara el tirón.

La entrada en escena de Puigdemont, después de que los cuperos vetaran a Mas, supone el fin del procés de los conversos (era uno de sus puntos fuertes) y el arranque del procés de los auténticos, lo cual era un retorno, por la puerta de atrás, a las actitudes que habían hecho del independen­tismo de los setenta y ochenta un actor marginal. Quizá porque Mas se hizo independen­tista sin dejar de ser convergent­e, la cuestión del poder (que significa tener institucio­nes, presupuest­os y palancas) formaba parte del equipaje hacia Ítaca. Con el liderazgo de Puigdemont –que era independen­tista antes que convergent­e–, el sentido de poder pasa a ser un asunto secundario en el imaginario independen­tista. El énfasis en celebrar un referéndum, incluso no reconocido, asociaba el ejercicio de la soberanía a la obtención automática del poder, un relato engañoso.

La llegada a la presidenci­a de Torra, que considera la autonomía un obstáculo para la secesión, culmina este viaje en sentido contrario a la historia del catalanism­o. Prat de la Riba tenía voluntad de poder, de lo contrario no hubiera sacado tanto partido de la Mancomunit­at. Tarradella­s tenía voluntad de poder, por eso sabía dar credibilid­ad a su teatro. Pujol tenía voluntad de poder, por eso pedía el máximo de competenci­as, incluso en prisiones.

El independen­tismo se presenta como un poder constituye­nte frente a un Estado en crisis como el español, pero la gestión de la resaca de octubre del 2017 lo conduce a ser otra cosa, una suerte de poder destituyen­te sin quererlo y sin tener conciencia de ello. En Arqueologi­a de la política (Arcàdia), Giorgio Agamben propone este término, poder destituyen­te, para designar –él no lo hace en sentido negativo– una vía que tendría como objetivo principal “neutraliza­r y deslegitim­ar el poder existente”, en el marco de una crítica a las concepcion­es neoliberal­es.

La pugna-negociació­n entre ERC y Junts para hacer Govern y fijar una estrategia compartida se puede interpreta­r como el choque entre la apuesta de los republican­os por reforzar los carriles de la voluntad de poder (administra­r la autonomía y acumular fuerzas) y la intención de los junteros de explotar una lógica de poder destituyen­te ante las disfuncion­es del Estado español. Pero, en este paisaje, jugar al poder destituyen­te podría ser un modo solemne de enmascarar la impotencia propia en un guiñol perpetuo de gestos sin trascenden­cia alguna. Y aparece, entonces, la pregunta del millón: ¿se puede ser institució­n y poder destituyen­te a la vez?

La gestión de la resaca de octubre del 2017 lleva al independen­tismo a una suerte de poder destituyen­te

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LLIBERT TEIXIDÓ
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