La Vanguardia

Nosotros y el conde Drácula

- Irene Solà

Cuando trabajaba en Londres, mi jefe era un hombre inglés, curioso, tímido y al mismo tiempo atolondrad­o, a quien llamaremos T.G. para proteger su anonimato. El Brexit todavía no había pasado y los resultados de la votación no le gustaron, pero, para total sorpresa mía, podía empezar una frase diciendo “vosotros, los europeos...”. Como si él no lo fuera. O por esa misma norma, como si yo sí fuera europea. O lo fuera más que él.

En Estados Unidos me habían dicho cosas parecidas, “vosotros, los europeos, no lleváis anillos de casados”, o en Tailandia, “a vosotros, los europeos, os gusta caminar”, o en tantas colas de aeropuerto, “vosotros, los europeos, pasáis por esta línea del control de pasaportes, más agradable, más rápida”, o haciendo la matrícula del máster, “vosotros, los europeos, pagáis este precio, que es prácticame­nte la mitad de lo que pagan los demás”. Y a mí me sorprende, y hasta me chirría, cada vez que me encuentro con frases o estructura­s que me colocan dentro de este “vosotros, los europeos”. Espacio, según mi opinión, muy complicado y con bastante necesidad de reflexión crítica y revisión.

Pensaba en todo esto mientras preparaba una pequeña intervenci­ón virtual en la Feria del Libro de Bruselas –me enviaron unas preguntas y yo me grabé, en el comedor de mi casa, respondién­dolas–, donde me preguntaba­n qué libro recomendar­ía a un imaginado lector o lectora a fin de que entendiera Europa o qué autor pienso que personific­a la idea de Europa. A las que respondí: 1) no tengo claro qué es la idea de Europa; 2) más que recomendar un único libro o autor, puedo animar a leer tantos libros de tantas autoras y autores, en tantas lenguas y de tantos contextos, países, perspectiv­as y herencias culturales, literarias y geográfica­s como el lector imaginado pueda, y 3) que, aun así, echaran una ojeada al Serem Atlàntida, de Joan Benesiu.

Pero bueno, la mejor pregunta que, según mi opinión, me hicieron desde Bruselas fue si el hecho de leer sobre algún lugar (de Europa, evidenteme­nte) me ha dado ganas de visitarlo. A lo que pude responder, con cierto entusiasmo, sí, Transilvan­ia, después de leer de adolescent­e Drácula, de Bram Stoker. Y que, hace unos años, saliendo de Londres, como el mismo Jonathan Harker, viajé en tren, desde Bucarest hasta Brasov y hasta Sighisoara. Porque esta sí que es una afirmación que me atrevería a hacer; que leer y viajar me parecen dos grandes maneras de, no solamente entender a los otros, sino, sobre todo, entender un supuesto yo o un supuesto nosotros.

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