La Vanguardia

Instruccio­nes para mañana

- Quim Monzó

Anteayer, la poeta Ana Gorría aconsejaba en Twitter: “En serio, amigas. Si en algún momento firmáis libros no lo hagáis con vuestra firma del DNI”. Faltaban dos días para Sant Jordi, o sea que la recomendac­ión era (y es) totalmente oportuna, por si algún escritor novato todavía no está al caso. Leer su recomendac­ión hizo que me diese cuenta de que desde hace décadas yo también sigo el consejo de Gorría, y lo tengo tan integrado que nunca pienso en él.

Al principio, si me pedían que firmara un libro lo hacía con mi firma habitual. Debutaba en el mundo literario, en una época en la que, cuando llegaba Sant Jordi, no se firmaban tantos libros como ahora. Se firmaban pero no la locura actual. El punto de inflexión fue a mediados de la década de los ochenta, cuando apareció TV3. De golpe, la tradición de los puestos de libros y las firmas –que viene de los años treinta– hizo un boom fenomenal. Los escritores se convirtier­on en estrellas mediáticas y circulaban de puesto en puesto y de emisora de tele en emisora de radio, a un ritmo nunca visto hasta entonces.

Diría que empecé a utilizar una firma diferente de la que tengo en el carnet de identidad cuando, en 1990, participé en aquella iniciativa promociona­l que se llamaba L’escriptor

del mes. Los organizado­res pidieron mi firma para ponerla en un cartel y pensé que no me gustaría verla por todas partes: en las librerías, en los pirulíes de las calles... De forma que me ingenié otra, decapitada y simplifica­da. Un poco como la mosca con la que firmamos en los márgenes de un documento. Entonces, en las dedicatori­as de los libros empecé a usar esta o bien –para hacerme el enrollado– otra que, en vez de basarse en el apellido, se basa en el nombre de pila. A día de hoy, utilizo cuatro, depende de dónde tenga que situarlas. ¿El motivo? Supongo que el hecho de saber que, si tienes la firma de alguien delante, falsificar­la es bastante fácil. Cuando, cada mes, la escuela Perpiñà me daba la cartilla de notas para que la firmara mi padre, cuando no eran buenas le falsificab­a la firma sin demasiados problemas.

Asegúrese, pues, lector fetichista que mañana hará cola en una librería para que su escritor adorado le dedique su último libro, de que la firma que ponga sea la primigenia. Por eso, cuando le alargue el ejemplar, guíñele el ojo y dígale en voz baja:

–Oiga, póngame su firma de verdad, no la fake esa que utiliza para los que no saben de qué va el rollo.

De golpe, la tradición de los puestos de libros y las firmas hizo un boom fenomenal

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