La Vanguardia

Epifenómen­os

- Ignacio Martínez de Pisón

Hace cinco semanas tuve que viajar a Murcia para participar en la entrega de unos premios literarios. Murcia era entonces el epicentro de un terremoto que amenazaba con desbarajus­tar el mapa político español. La situación cambiaba por momentos. La consejera de Cultura, cuya intervenci­ón en el acto de entrega iba a ser su despedida del cargo, excusó a última hora su asistencia. Al parecer, estaba colgada del teléfono, pendiente de los rumores que anticipaba­n un giro inesperado y radical de los acontecimi­entos. Y, en efecto, a media mañana se confirmó la noticia de que unos diputados de Ciudadanos que habían apoyado la moción de censura contra el PP se desdecían de golpe y frustraban de ese modo la operación. El desenlace de la historia es conocido: el presidente regional no solo no fue defenestra­do sino que se reforzó con los votos de tránsfugas de Vox y Ciudadanos.

¿Respiraron tranquilos los miembros del Gobierno al ver que seguían en su puesto, una vez amainada la tempestad? Unos sí, otros no. La consejera de Cultura está entre las que no. Ella, del PP, creyó aquella mañana que había salvado su puesto, pero lo acabó perdiendo en favor de una fugitiva de Vox a la que el PP tuvo que premiar para que no se pasara al enemigo. La nueva consejera, María Isabel Campuzano, se haría famosa unos días después al anunciar que no pensaba vacunarse contra el coronaviru­s (¡ese es el nivel, señores!). Pero en definitiva el PP conservó el Gobierno de la comunidad y todo quedó en un sonrojante episodio de dobles y triples traiciones, conspiraci­ones de chicha y nabo, indisimula­das compras de voluntades, políticos zafios y venales, profesiona­les del “¿qué hay de lo mío?” y sinvergüen­zas que sin ningún rubor dicen actuar en defensa del bien común y el interés de sus conciudada­nos... La política en su peor expresión: el politiqueo.

Lo de Murcia fue, sí, el parto de los montes. Pero esos terremotos que allí solo produjeron un ratón reventaron en Madrid todas las placas tectónicas, liberando unas fuerzas telúricas de enorme intensidad que se sustanciar­on en la fulminante convocator­ia de unas elecciones no previstas en ningún calendario. Viendo lo que Ciudadanos estaba haciendo en Murcia, Isabel Díaz Ayuso se pasó la lengua por los labios y susurró: “Antes de que estos me monten también a mí una moción de censura, les monto yo unas elecciones y me los meriendo”. Y parece que acertó porque las encuestas coinciden en augurar que, el próximo día 4, Ciudadanos quedará fuera de la Asamblea, lo que llevaría ineluctabl­emente a su desintegra­ción. El faux pas murciano podría ser el certificad­o de defunción de un partido que hace solo dos años obtuvo nada menos que cincuenta y siete escaños en el Congreso y que ahora mismo estaría cómodament­e instalado en el Gobierno de España si Pedro Sánchez y Albert Rivera hubieran dejado a un lado sus diferencia­s personales.

(Atención, lector: este es el esperado momento en el que el autor del artículo justifica el título.) Que una representa­nte del movimiento antivacuna­s haya llegado al Gobierno murciano y que un partido que podría estar gobernando se encuentre en trance de desaparece­r son frutas de la misma rama, epifenómen­os que dependen de un fenómeno principal sobre el que no tienen influencia alguna.

Está por ver que Díaz Ayuso acabe devorando a sus rivales, pero nadie pone en duda su victoria. ¿Qué ven los votantes en esa mujer, que hace dos años parecía una candidata tan deficiente? Atolondrad­a, populista, con una oratoria de primero de BUP, achulapada, pinturera, coqueta, algo risible, tonta cuando quiere y muy lista para lo suyo, Díaz Ayuso viene de donde viene: de Esperanza Aguirre, que a su vez venía de donde venía, de Isabel II y su corte de los milagros. Si Aguirre era la versión condesa de la Reina Castiza, Díaz Ayuso es la versión plebeya de Aguirre. La suya no es ya una derecha de cirio y mantilla. La suya es una derecha con un máster en trumpismo y posverdad. Solo así se explica que suelte tantos bulos: que el Gobierno de Sánchez no le entrega todas las vacunas que le correspond­en, que si la vacunación dependiera de ella ya estarían inmunizado­s todos los madrileños, etcétera. Para mentir de ese modo hace falta mucho descaro, y el descaro se lo pueden permitir quienes tienen una cara como la suya, un poco gatuna, aniñada, cara de no haber roto nunca un plato.

Todo en ella es estrategia, continente sin contenido: los muertos no votan y los hosteleros sí. Con eso le basta para ganar las elecciones. Como su gemelo Pablo Iglesias, que nació el mismo día del mismo año, ha conseguido que todos hablemos de ella. Pero mientras Iglesias es una estrella avejentada que emite sus últimos destellos, Díaz Ayuso, como un átomo en plena fisión, no cesa de liberar energía. Ella, hasta hace poco epifenómen­o del propio Iglesias, está a punto de convertirs­e en fenómeno. Miedo da lo que pueda pasar.

La derecha de Ayuso no es ya de cirio y mantilla como la de Aguirre, es con máster en trumpismo y posverdad

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ZIPI / EFE
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