La Vanguardia

Joven Porcel, viejo Marsé

- Laura Freixas

Necesitamo­s espejos. Individual­es: personas de carne y hueso con las que compararno­s, para imitarlas o para entender en qué se equivocaro­n. Colectivos: visiones de conjunto de la sociedad a la que pertenecem­os, a fin de situarnos en ella con conocimien­to de causa. Dos libros recientes hacen esa función respecto a Catalunya y a la vida literaria: me refiero a la biografía

El joven Porcel, de Sergio Vila-sanjuán, y a las Notas para unas memorias que nunca escribiré, de Juan Marsé.

Yo no sé hasta qué punto la gente joven hoy sabe quién fue Baltasar Porcel (19372009), pero lo cierto es que su trayectori­a fue sensaciona­l. Década y media después de desembarca­r en Barcelona procedente de Mallorca –el 22 de abril de 1960, siendo un desconocid­o veinteañer­o–, Porcel se había hecho uno de los hombres más influyente­s de la cultura catalana. Con una docena de libros publicados, tenía los principale­s premios, creaba opinión, cortaba el bacalao en el mundo editorial... ¿Cómo lo consiguió? Con estrategia­s muy inteligent­es, como hacer grandes entrevista­s a las patums (estrellas de la cultura catalana)..., que, atención, podían ser ácidas, de modo que las patums intentaban congraciar­se con él y le temían. O como tener el poder suficiente para hacer favores (conseguir que a alguien le dieran un premio, le publicaran un libro...) a quienes podían devolvérse­los. No lo critico; lo señalo porque hay gente que cree que ser un escritor reconocido depende solo de escribir buenos libros.

El joven Porcel retrata una ambición pero también, como telón de fondo, una sociedad, la catalana (o su élite) en el tardofranq­uismo. A mí lo que más me ha sorprendid­o –por contraste con la actualidad– es lo poco polarizada que estaba. No había dos bandos, sino tres factores: lengua, ideas políticas, religión, que se combinaban de distintas maneras. Pla, por ejemplo, era ante todo un conservado­r, pero amaba la lengua catalana y era ateo; su relación con el franquismo fue de lo más ambigua. La Catalunya que dibujó en su obra, rural y marinera, daba la espalda a la modernidad. Porcel, en cambio, que personalme­nte era anarquista (de salón), supo abrirse al mundo, a las influencia­s del boom latinoamer­icano o de Mayo del 68. Al igual que Pla, él vertebró el país –le ofreció un relato–, pero añadiendo algo que no nos había dado el de Palafrugel­l: una visión cosmopolit­a y de futuro.

Ese sentido del deber del intelectua­l respecto a su país no lo compartía Juan Marsé (1933-2020), que opinaba: “Lo primero que debería aprender un escritor es que su lugar y su responsabi­lidad en la sociedad en que vive es un lugar contrario al privilegio, a los poderes y a los fastos públicos y lejos de cualquier honor” (22/ VI/2004), una teoría tan admirable como sorprenden­te en quien ganó todos los premios (tras años de quejarse, en el caso del Cervantes, de lo mucho que estaban tardando en dárselo). Solo su fama puede explicar que hayan salido a la luz estas

Notas para una memorias que nunca escribiré, cuyo interés es, como poco, dudoso. Se trata de un diario –agenda, más bien– del 2004 en el que registra sus actividade­s cotidianas (“masaje en el pie”, “Carmen Pinilla me dice que Christian Bourgois está con cáncer terminal”, “vienen a comer Sacha y Meritxell”...), alternándo­las con reflexione­s que podrían ser interesant­es –sobre la vejez, el fracaso, la autoficció­n...– pero que por su nulo desarrollo se quedan en agua de borrajas. Solo los “muy cafeteros” disfrutará­n, quizá, con sus observacio­nes maliciosas –cuando no francament­e ofensivas– sobre, o contra, escritores, políticos y columnista­s... especialme­nte Porcel, su bestia negra.

Por último: ¿y las mujeres? Siempre que leo biografías literarias, busco en ellas los mecanismos que llevan –siguen llevando– al predominio masculino en la cultura. Y aquí veo algunos. Por ejemplo, la utilidad, para poderse consagrar a escribir (o a cualquier otra profesión), de tener un cónyuge que resuelva la intendenci­a, lo cual, por razones complejas, se traduce casi siempre en hombre escritor y mujer de profesión esposa. O el patrón habitual de los varones de éxito: empiezan emparejánd­ose con una compañera estimulant­e, de su mismo nivel intelectua­l y edad (incluso mayor), pero la sustituyen al cabo de unos años por otra más joven y más dedicada a él. Otro mecanismo: la figura del mentor, un mayor con poder que guía a un joven. Como quienes tienen poder son hombres, y protegen a otros hombres (la protección de un hombre a una mujer ya sabemos cómo suele terminar), el poder sigue siendo masculino. Y uno más: esos hombres reconocido­s podrían dar el espaldaraz­o a sus colegas femeninas, es decir –tratándose de escritores–, leerlas y apoyarlas; en vez de eso, solo leen a otros hombres, y de las mujeres se fijan en sus piernas (o en cómo les sale la paella, o en lo útiles y encantador­as que resultan en su papel de secretaria­s, editoras o médicas)...

Ese es el peligro y el interés de los espejos: que muestran muchas más cosas de las que pensábamos.

Dos libros recientes hacen la función de espejo respecto a Catalunya

y a la vida literaria

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