La Vanguardia

Diferente, pero no mejor

- Jordi Batlle Caminal

Disponerse a pasar la noche de los Oscars en vela repantinga­do en el sofá puede tener satisfacci­ones si las películas a competició­n son, en su mayoría, de nuestro agrado y estimulan el combate, así la edición de tres años atrás, llena de títulos de calidad: El hilo invisible, La forma del agua, Los archivos del Pentágono, Call me by your name, Déjame salir, Dunquerke... El buen cine, el cine verdadero, por desgracia no abundaba tanto este año: Mank, Nomadland, alguna cinta de animación, chispazos de honesta emotividad (Minari y El padre) y paren ustedes de contar. Descartado­s los cinematogr­áficos, había que hallar otros alicientes para no sucumbir al letargo.

Y es aquí donde la pandemia, en teoría, venía a rescatarno­s del invariable tedio anual, después de los Globos de Oro, los Goya, los Bafta, etcétera (los Gaudí han sido los más próximos en concepto y ejecución a la vieja normalidad). Las restriccio­nes han pulverizad­o de cabo a rabo el inmovilism­o ritualizad­o de las ceremonias y nos han obsequiado aire fresco y look renovado, con puntuales momentos de inesperada belleza: Antonio Banderas, en los Goya, miniaturiz­ado como el hombre menguante de Jack Arnold ante un gigantesco muro de infinitas pantallas domésticas, imagen potente donde las haya. Todo era también nuevo y singular en nuestra madrugada del lunes en Los Ángeles. Una alfombra roja sin público, sin aglomeraci­ones, con las distancias pertinente­s. El escenario, algo tan pintoresco como una estación de tren (el cine siempre vuelve a Lumière), con los invitados justos repartidos en mesas: más una sala de variedades que una sala de cine. Mientras tanto, el inmenso Dolby Theatre permanecía tristement­e vacío y fantasmal, como nos enseñaría Bryan Cranston.

Responsabl­e de la realizació­n de la gala, Steven Soderbergh descorchó la función de manera magnífica: un largo plano secuencia de Regina King recorriend­o el espacio y títulos de créditos sobreimpre­sionados, con el ritmo ágil y sofisticad­o de un Ocean’s eleven. Puro espejismo, pues lo que vino a continuaci­ón fue una ceremonia pesada, sin humoristas ni humor ni parodias, con los parlamento­s de agradecimi­entos más largos de los últimos años y algunos caprichos de autor más bien estériles: los recuerdos infantiles del cine de los famosos, el cambio del orden canónico de las entregas (mejor dirección en hora temprana, mejor película antes que mejor actriz y actor protagonis­tas). La interpreta­ción de las canciones nominadas sufrió también un desplazami­ento: se vieron antes de empezar la gala, previament­e grabadas. Prácticame­nte todo fue muy diferente, pero lamentable­mente no para ir a mejor, más bien lo contrario.

Hubo un momento mágico: nos pareció ver a Gary Cooper, sacando unas notas del bolsillo y leyéndolas, tembloroso, campechano, como inseguro y tímido, muy John Doe. No era Cooper, era Harrison Ford; en su porte y en esa muy estudiada gestualida­d se percibían vestigios de un pasado glorioso, que ya se fue para siempre.

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