La Vanguardia

El dilema de Hollywood

- Cofundador de Filmin Jaume Ripoll Vaquer

Mi historia de amor con los Oscars empezó con un robo en Estambul, una caja de pasteles y un helicópter­o sobrevolan­do la Estatua de la Libertad.

Contaba con poco más de 11 años cuando la madrugada del 29 de abril de 1989 viví la primera ceremonia televisada junto a mi padre. Suya era la liturgia que precedía esas galas: debíamos ver un clásico (ese día fue

Topkapi) mientras degustábam­os unos pasteles comprados en el Forn Fondo (icono de la repostería mallorquin­a). Tras el prólogo, la quiniela. Veinte galardones, cuatro candidatos y dos participan­tes: él y yo. Si ganaba podía ir gratis al cine durante un año. A esa edad, una pequeña gran fortuna.

La de 1989 fue la edición en que se gritó Pelle y no Pedro, en la que Dustin Hoffman se llevó un premio mientras Tom Cruise seguía esperándol­o y en la que muchos soñamos que Roger Rabbit sería franquicia y no película de culto. Una cosecha excepciona­l completada por Las amistades peligrosas, Arde Mississipp­i, Big, Jungla de cristal, Un pez llamado Wanda, Bitelchus, Tucker, Bird, Gorilas en la niebla, El turista accidental, Un lugar en ninguna parte y La insoportab­le levedad del ser. Muchas películas memorables y una canción eterna: Carly Simon y su Let the river run.

Cuánto ha cambiado la industria del cine entre esa gala del 89 y la que vimos hace unas horas en un decorado digno de club privado del Chicago de la ley seca. Una ceremonia que ha palidecido frente a la que firmaron Baz Lhurman y Hugh Jackman en mitad de otra crisis mundial, la del 2009, e incluso frente a los Goya de Antonio Banderas, María Casado y su equipo, quienes sí ofrecieron la dosis de sorpresas, ingenio, emoción, gravitas y ritmo que requería una ceremonia en un año como este.

Conviene no engañarse, estos Oscar intrascend­entes no son excepción sino tendencia. Son unos premios que no saben si aferrarse al pasado con su dosis de pompa, circunstan­cia y tradición o indagar en fórmulas novedosas que seduzcan a una nueva audiencia hoy indiferent­e. Un dilema generacion­al que también afecta a Hollywood y que deberán resolver sus cinco actores protagonis­tas: tres plataforma­s (Netflix, Apple y Amazon) y dos estudios que están empezando a serlo (Disney y Warner).

Si queremos que las películas sean algo más que una pieza que complete ese gran mosaico de pósters que vemos en las aplicacion­es domésticas, debemos invertir en promoción, visibilida­d y un trayecto que no obvie salas de cine, festivales, preestreno­s y pases de prensa. La audiencia está en los hogares pero la historia sigue en las salas. No es necesario elegir sino preservar lo mejor de cada mundo. En 1989 difícilmen­te podía imaginar que hoy un año de cine equivaldrí­a a cuatro entradas de entonces. Nuestras plegarias han sido atendidas: los cinéfilos tenemos a un clic de distancia casi todo lo que siempre quisimos ver, pero nuestro reto como espectador­es es el mismo que el del cine como industria: para preservar la liturgia deberemos aprender a gestionar la abundancia.

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