La Moreneta nunca fue negra
Hoy 27 de abril, festividad de Nuestra Señora de Montserrat, los fieles elevarán sus oraciones para que la patrona de Catalunya lo arregle todo: pandemia y política. Servidora, con mucha curiosidad y menos fe, delega todas sus esperanzas en esas plegarias porque, si no es por intervención divina...
Como suele ocurrir en estas ocasiones, a la Virgen parece que la encontraron unos pastorcillos, allá por el año 880. Sonaba música celestial y la siguieron hasta la cueva. Crecimos creyendo que con una Virgen negra (otras hay, de la Candelaria en Tenerife a la de Czestochowa en Polonia) los catalanes éramos pastoralmente multirraciales y el colmo del ecumenismo.
Pero la Moreneta nunca fue negra. El caso es que, como se explicaba en la muestra Nigra sum, la virgen era blanca. Hace exactamente veinte años la abadía benedictina encargó un estudio; concluía que la imagen, del románico, fue realizada en madera de álamo. Pero como la pintura que se utilizó contenía mucho plomo acabó por oscurecerse. También se dijo que el humo de las velas encendidas por los fieles ayudaba. ¿Solución? Decidieron bañarla en color castaño. Es decir, tunearla.
Montserrat es un nombre que ya no se pone a las niñas. Se llamaba así mi madre, se llama mi cuñada y se llamó mi abuela que, nacida en Collbató, en la falda de la montaña sagrada y teniendo por vecino, según contaba y cantaba, a Amadeo Vives, el autor de Doña Francisquita, lloró toda su vida estar lejos de ese microcosmos.
Es cierto que esa montaña emana algo distinto a todo. Defendía Plensa, el escultor que de pequeño se alojaba en una de sus celdas, junto a sus padres, que inocula una sensación inexplicable y te atrapa: quien hasta allí llega se siente acogido, “venga de donde venga y tenga la religión que tenga”. Negro, blanco o tuneado.