La Vanguardia

Policía de metro

- Màrius Serra

En el mundo prepandémi­co, las siete y media de la tarde de un sábado me podían pillar en el metro bajando de Horta al centro de Barcelona para ir al teatro, con el tiempo justo para pegar un bocado antes de la obra y la posibilida­d de rematarlo luego con unas tapas posfunción. Hoy, en este mundo panza arriba que se descomarca­liza, un sábado a las siete y media estoy en el metro volviendo a casa tras asistir a una función de teatro que empezaba a las cinco y, como los bares están cerrados, comentando la obra en la plataforma de unión entre dos vagones con los otros tres seres enmascarad­os con quienes comparto salida al teatro. De repente, una mujer con mascarilla roja sentada a dos bancos de nuestra posición nos grita algo que no entendemos y entonces, bajándose la mascarilla para proyectar voz y saliva con más potencia, brama un furibundo “¿no saben que está prohibido hablar en el metro?”. Nos quedamos atónitos. Cuando vuelve a cubrirse la nariz mis acompañant­es se limitan a darle la espalda y yo, que la tengo de cara, amago un gesto de protesta digno de Sergio Busquets mientras suelto un “però què li passa?”. Los ojos sacan la nariz por encima de nuestras mascarilla­s en un juego de miradas que acaba con la mujer de rojo clavándome una mirada asesina mientras los cuatro jugamos a las carambolas del voyeur. Acto seguido, seguimos hablando en un volumen moderado hasta que la mujer de la mascarilla roja baja en Camp de l’arpa.

Ya no hablamos de la obra, sino del aumento de la pulsión vigilante que ha provocado la pandemia. Los policías de balcón que habían bajado a las calles ahora cogen el metro. A diferencia de los somatenes populares, estos actúan como francotira­dores ensimismad­os, verdaderos lobos solitarios de la causa, con las percepcion­es alteradas por el miedo que todos sentimos y sentiremos ante la mera posibilida­d del dolor o de la muerte. Me resulta difícil adivinar la edad de la señora que nos ha abroncado, tal vez una cincuenton­a de mi quinta, bien vestida y conjuntada, mascarilla incluida. Me podría inspirar en ella para inventar un personaje de novela que dirigiera una cadena de tiendas de ropa. Dos detalles del episodio me parece que explican bien los tiempos que vivimos. El primero, la falta de comprensió­n lectora, porque la taxativa prohibició­n de hablar que nos espeta se basa en unas recomendac­iones genéricas en el transporte público. El segundo, y más entrañable, que para hacernos llegar esta falsa prohibició­n se baja la mascarilla, liberando las partículas en suspensión que transmiten el maldito virus que cada vez afecta más sistemas: el respirator­io, el circulator­io y, sobre todo, el sistema nervioso.

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