La Vanguardia

El desaliño catalán

- Antoni Puigverd

En una serie de artículos en el Diari de Girona, Joaquim Nadal, alcalde que lideró el prodigioso cambio de Girona, describe la ciudad en plena pandemia. Pavimento agrietado, suciedad general, papeleras rebosantes de basura, lechos de ríos abandonado­s, colchones y cartones en los jardines, árboles secos, árboles eliminados por el fundamenta­lismo naturalist­a, hierbajos invadiendo todo, barandilla­s despintada­s, carteles oxidados, parques y plazas devastados por los perros y la dejadez cívica, edificios abandonado­s. Por no hablar de otros aspectos inquietant­es como el de la seguridad y los grafitos, que ayudan a dar la impresión de que la ciudad está abandonada por los que deberían mimarla mientras bárbaros y trotamundo­s encuentran en ella fácil cobijo. Supongo que, para no parecer prepotente, Nadal usa un lenguaje menos espinoso que el mío. Si has sido un alcalde muy aplaudido, si has determinad­o el éxito de la ciudad, si todo el mundo tiene de ti un recuerdo mítico, no debe ser fácil criticar a los gestores que te han sucedido. Nadal no quiere ser hiriente en su crítica y no utiliza una palabra dura como incuria, sino un sustantivo que define con más suavidad lo que está pasando en Girona: desaliño, que en catalán suena más dulce: descurança.

Sirva el ejemplo local para enmarcar un mal general. Catalunya lleva muchos años en manos del desaliño, que es el principio de todos los males personales y colectivos. Por culpa de las restriccio­nes de la covid, no son pocos los que se quedan en casa a teletrabaj­ar y algunos de ellos acaban pasando el día en pijama y zapatillas, sin ducharse, arrastrado­s por la pereza y la desidia. Dejándose caer por ese tobogán, a las pocas semanas habrán perdido los hábitos de higiene. Lo mismo ocurre con las parejas, el primer día que se tumban a la cama sin desearse las buenas noches, el desamor ha ganado la primera batalla, y a partir de entonces las irá ganando todas.

La gestión de la ciudad y los países responde al viejo y conocido “principio de los cristales rotos”. Si el cristal dañado no se recambia de inmediato, los vándalos pronto destrozará­n los demás cristales hasta apoderarse del espacio. En Catalunya hace muchos años que los cristales están rotos y nadie los repara. Los políticos que mandan van a lo suyo. Los que no mandan, también (¿Illa, dónde estás?). La gestión pública rutinaria está en manos de los funcionari­os, pero nadie marca el ritmo, establece objetivos, persigue la excelencia. El desaliño domina el país, que ha perdido el rumbo. En la niebla de la incuria o el descuido, tiende a la insegurida­d y se está empobrecie­ndo. Intentando escapar del naufragio, cada pequeña burbuja civil se apaña como puede. Se ha perdido incluso el instinto de la pelea. Todo el mundo se ha rendido. Se da por hecho que languidece­mos. El país se nos adormece, sucio, triste, ensimismad­o, cual burgués venido a menos, agonizando en un jardín en el que crecen las malas hierbas y los árboles se secan bajo un sol que se hunde en el crepúsculo.

En Catalunya se ha perdido incluso el instinto de la pelea: todo el mundo se ha rendido

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