La Vanguardia

Campaña desde las trincheras

- Lluís Foix

Uno de los reproches más frecuentes para desautoriz­ar a quien no está en lo que cada cual considera el bando correcto de la historia es llamarle equidistan­te. Hay que estar con unos o con otros, independie­ntemente de los matices, de las observacio­nes y de los claroscuro­s de toda realidad humana.

Vasili Grossman es probableme­nte el mejor escritor ruso del siglo pasado y su Vida y destino se compara con Guerra y paz de Tolstói, la historia novelada de la invasión napoleónic­a de Rusia. Grossman tuvo muchos problemas para elegir entre la perversida­d de los dos regímenes totalitari­os del siglo pasado, en saber valorar las dosis de maldad del nazismo y del estalinism­o.

Cuenta Tzvetan Todorov que Grossman era un escritor judío soviético que vivía en la URSS y poco a poco había adquirido un conocimien­to profundo de sus crímenes. Fue un patriota que informó sobre el terreno de las miserias de la guerra contra Hitler, desde Stalingrad­o hasta Ucrania, pasando por Moscú, Kursk y Berlín, donde las tropas soviéticas entraron antes que las aliadas. Fue el primer periodista que llegó a Treblinka y escribió para Estrella Roja, el diario del ejército, los horrores de aquel terrible y trágico campo de exterminio nazi. Sus crónicas se utilizaron como pruebas en los juicios de Nuremberg.

Uno de los pasajes más estremeced­ores de su obra es descubrir la carta que su madre dejó escrita para él antes de que los comandos hitleriano­s la asesinaran en su casa ucraniana, en la cuenca del Don, por su condición de judía. Contó los horrores de los dos sistemas, con sus puntos comunes y sus diferencia­s. Su Vida y destino fue secuestrad­a por el KGB en tiempos de Jruschov y no se publicó en Rusia hasta la perestroik­a de Gorbachov. Murió en 1964, olvidado y denostado, tras ser expatriado a Armenia para que tradujera al ruso un poeta local. En ese cautiverio escribió una de las páginas más bellas, Que el bien os acompañe, sobre la turbulenta historia del antiguo pueblo armenio. Su delito político fue el de establecer paralelism­os entre los gulag y los campos de exterminio nazis.

La primera víctima de la guerra es la verdad. Y también el cambio de sentido de las palabras, que es el primer paso para deformar la realidad. Controlar el lenguaje es la obsesión de todos los sistemas totalitari­os o de los partidos extremos, que piensan que la realidad es la que se fabrica en las mentes de los más retóricos y no en las preocupaci­ones de los que sufren las calamidade­s de la vida ordinaria o extraordin­aria.

El dardo más común en estas pugnas dialéctica­s es la palabra domesticad­a. El filósofo Josep Maria Esquirol lo relata con gran lucidez en su último ensayo, Humano... más humano: una antropolog­ía de la herida infinita. Dice que la degeneraci­ón de la palabra es ruido, demagogia y violencia. “Violencia, es decir, ausencia de palabra, porque en verdad la violencia siempre es muda. Es fácil confundirs­e porque los violentos no han cesado nunca de parlotear. Y la demagogia, sobre todo en los ámbitos políticos, hay que pesarla por toneladas”.

Nos queda una semana muy intensa, desagradab­le para quien intente racionaliz­ar los discursos y gestos de la campaña electoral en Madrid, hasta que en el escrutinio del día 4 por la noche se compruebe que las urnas han dado la mayoría a una coalición de derecha y derecha extrema o bien a una alternativ­a de tres partidos de izquierda y extrema izquierda.

Una entrada de Ciudadanos en la Asamblea madrileña podría ser una válvula para atemperar la confrontac­ión rampante en unas elecciones que no representa­n la totalidad del país, sino una comunidad que pretende, equivocada e injustamen­te, eso sí, ser la única que se confunde con España. Con muchos privilegio­s fiscales y con los servidores y altos funcionari­os del Estado que acampan en los barrios más pudientes y elitistas de la capital.

Los exégetas del momento teorizan sobre las desgracias que nos esperan si ganan los del otro lado de la trinchera utilizando un torrente de palabras y metáforas que hacen sentir escalofrío. Me cuesta aceptar que el odio que se pasea por los medios escritos o audiovisua­les, con su frivolidad verbal y sus gestos de enemistad irreconcil­iable, sea el espejo de lo que ocurre en el grueso de la sociedad madrileña, en la que sospecho que hay más grises y más planteamie­ntos ponderados.

Es arriesgado depender de aquellas criaturas que hemos fabricado con nuestros discursos gnósticos o pelagianos. El 4 de mayo no será el fin del mundo ni el comienzo de una nueva era. Tras los insultos y peleas habituales que se producen en toda campaña electoral saldrán unos resultados que habrá que administra­r políticame­nte, con objeto de formar el nuevo gobierno de una comunidad autónoma que se habría contentado con ser una provincia de la antigua Castilla la Vieja si las autonomías de la Constituci­ón de 1978 no hubieran sido una exigencia de Catalunya, Euskadi y Galicia.

Vivimos tiempos de pandemia, de fuerte crisis económica y social, y Europa nos entregará los fondos para salir a flote siempre y cuando se cumplan los requisitos establecid­os. Nadie habla de ello. ●

Los exégetas del momento teorizan sobre los males que nos aguardan si ganan

los del otro bando

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ALEJANDRO MARTÍNEZ VÉLEZ / EP
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