La Vanguardia

Se busca muerto: razón aquí

- Carlos Zanón

Queremos que alguien nos frene; que nos diga qué hemos de pensar y decir y hacer

En el servicio postal de Jerusalén cuentan que hay un departamen­to para las cartas que se envían al cielo. Hay gente ingenua en todas partes, gente pirada y gente que envía balas de plata por correo postal. Lejos del cielo, has de dejar el cinturón en el escáner de tu vuelo a Granada, pero consigues hacer llegar una navaja ensangrent­ada a una ministra. Estamos a punto. A la distancia de un muerto.

Hay momentos esenciales en la vida del siglo XX. Uno de ellos fue aquel en el que se nos concedió la inmortalid­ad lúdica y virtual. A partir de ese evento, en nuestros ordenadore­s caseros ya dio igual que se nos comieran los zombis, nuestra patrulla cayera en Stalingrad­o o las bolas de caramelo no explotasen a tiempo. El límite quedó destruido. Íbamos a tener todas las vidas que necesitára­mos para nosotros. Desea, compra, ama, delata, vomita. Nada de que preocupars­e en Matrix. Sin muerte, no hay final.

Sin límite, no hay tiempo y sin tiempo, no hay verdad, solo relato. Miento y no importa: me votan igual. Insulto y no importa: me sintonizan igual. Delato, escenifico, engaño, me desdigo, lo borro y zas, me lo compran igual. El odio no tiene límites en Matrix porque nadie muere. Y si lo hacen, resucitan. Las heridas y el dolor no se ven y los cobardes abandonan –como Elvis al final del concierto– el edificio a tiempo. El odio es el mejor amigo del perro. Y acaba por no volver a casa cuando el perro quiere. Frankenste­in buscaba a su padre. El odio, a sus hijos, a los cristales rotos, sus dibujitos y carteles de ratas y cucarachas.

Sin muertos no saldremos nunca de Twitter. Sin fiambres no se aceleran ni involucion­es ni revolucion­es. Sin cadáveres y madres, padres e hijos llorando no se consiguen independen­cias ni se condena a policías homicidas. Sin muertos, las guerras –las culturales y las otras– no se acaban nunca. Sin muertos no hay militares o jueces salvando patrias. Sin muertos, no sabemos con qué detenernos. Y eso, en el fondo, es lo que queremos. Que alguien nos frene. Que nos diga qué hemos de pensar y decir y hacer. Para así, desde la resistenci­a, volver a sentirnos demócratas, represalia­dos, hombres y mujeres de bien. El problema es que tarda el dichoso muerto. Y siempre acaba por no ser el adecuado, por aparecer en el peor momento. Y cuando llegue, ¿qué haremos con todo el odio que nos quede? ¿Aplaudirem­os con él en el balcón, nuevas elecciones o volveremos al fútbol? ●

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