La Vanguardia

Verse envejecer

- Teresa Sesé

Cuentan que el maestro japonés Hokusai fue sorprendid­o un día llorando en su mesa de trabajo porque sentía que aún no había aprendido lo suficiente sobre dibujo. Tenía 80 años. En su lecho de muerte, ocho años después, clamó: “Si el cielo me concediera diez años más, aún podría convertirm­e en un gran artista”. El creador de La gran ola de Kanagawa había sobrevivid­o a sus dos esposas y a sus hijos, fue alcanzado por un rayo cuando tenía cincuenta años, sufrió un derrame cerebral a los sesenta que le obligó a volver a aprender todo de nuevo, se mudó 93 veces de domicilio, pasó hambre y en 1839 un incendio destruyó todo su trabajo de estudio. El anciano llevaba sobre sus espaldas una mochila muy pesada y segurament­e debía caminar encorvado, pero me gusta imaginarlo hasta el final como uno de los personajes de otra de sus Treinta y seis vistas del monte Fuji, su cuerpo arrugado maltratado por una feroz tormenta de viento, dispuesto pese a todo a seguir el viaje a pequeños pasos, sin perder el sentido de sí mismo.

“No lo olvides: los viejos, todos, tienen la carrera de la vida”, me dice mi amiga Lola Garrido. Y sus palabras me hacen pensar en las que escribió otra mujer igualmente inteligent­e y nutritiva, Mary Beard, mucho antes de la llegada de la plaga y el alto precio que se ha cobrado en las residencia­s de ancianos. En su calidad de historiado­ra, Beard pronostica­ba que de aquí a unos centenares de años nuestro tratamient­o a los mayores en el siglo XXI será visto como una gran mancha en la cultura. “Algo así como los manicomios del siglo XVIII. Habrá muchos libros y tesis doctorales sobre cómo y por qué lo hicimos tan mal”, escribía. No es agradable detenerse cada diez minutos a escuchar cómo crujen tus rodillas, aunque como ironizaba la propia Beard, la edad también trae beneficios: “No me importa pasar desapercib­ida delante de unos obreros”. A mí tampoco. Pero me temo que la dificultad de vernos envejecer nos impide proyectarn­os en los que nos llevan ventaja y nos convierte en seres aún más vulnerable­s, como esos pequeños botes de pescadores que luchan contra el mar embravecid­o momentos antes de ser engullidos por la ola de Hokusai. Ellos no la debieron ver venir, nosotros preferimos no verla.

Como Rembrandt, la fotógrafa estadounid­ense Nancy Floyd se propuso observar su propio proceso de envejecimi­ento. Comenzó en 1982, cuando tenía 25 años. La idea era tomarse una fotografía cada día, registrar la metamorfos­is y el impacto del tiempo en su cuerpo, a veces sola sentada en una silla de su sala de estar, de pie en el porche, rodeada de amigos o en el hospital haciendo compañía a algún familiar. En algún momento se cansó de la rutina diaria, saltándose semanas o incluso meses enteros, pero sin abandonar nunca del todo un proyecto que le ha llevado cuatro décadas y que ahora acaba de ver la luz en el libro Weathering Time. Envejecer debería servir para vernos más íntimament­e y dejar de fingir con nosotros mismos. Aunque creo que vuelvo a llegar tarde.

Envejecer debería servir para vernos más íntimament­e y dejar de fingir con nosotros mismos, pero creo que vuelvo a llegar tarde

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