La Vanguardia

Cenicienta busca príncipe que no sea azul

El populismo conservado­r gana terreno a expensas de una derecha que hasta ahora ha sido la fuerza dominante en las democracia­s liberales

- Xavier Mas de Xaxàs

La modernidad hace avanzar el mundo pero el conservadu­rismo lo domina. No ha habido mayor fuerza política en las democracia­s liberales que las ideas conservado­ras. Sirven para ganar elecciones con suma facilidad en países como Alemania, Francia, EE.UU. y, por su puesto, el Reino Unido. Parecen las más adecuadas para afrontar los hechos del presente.

Los conservado­res que el martes dieron la victoria al PP en las elecciones regionales de Madrid cantaban “libertad, libertad” a los pies de sus líderes. Igual podrían hacer coreado “campeones, campeones” porque en la coreografí­a de los triunfos electores es lo mismo. Vale cualquier palabra que transmita euforia, y las mejores campañas siempre terminan como las películas más taquillera­s, con un final feliz, de Cenicienta y príncipe azul, héroes que reflejan las aspiracion­es de la gran mayoría.

El conservadu­rismo apela al yo por encima de todo, y en estos momentos de individual­ismo acervado, encuentra muchos corazones abiertos de par en par.

El conservadu­rismo apareció a finales del siglo XVIII para revertir los movimiento­s revolucion­arios y republican­os que cortaban cabezas. Una vez restableci­das las coronas y los imperios, ha procurado mantener el status quo, sea social, económico, cultural o religioso. El conservado­r se muestra escéptico ante la modernidad. Prefiere el pragmatism­o de los pequeños pasos. Entiende que su orden moral es superior porque ha sobrevivid­o a los siglos. La patria y la tradición son la razón de todo.

Hay un conservadu­rismo que, aun así, sin renunciar, al pasado, se siente moderno. A él pertenecen, por ejemplo, las personas que entienden la religión como una seña identitari­a más que como un compromiso vital, defienden el aborto y el matrimonio homosexual.

Hay otro conservadu­rismo, sin embargo, que es reaccionar­io, muy agresivo, populista y antidemocr­ático. Atiza el resentimie­nto de las personas más desfavorec­idas y les promete la Luna. Palo y zanahoria. ¿Hay otra estrategia más eficaz para gestionar rebaños?

Los dos conservadu­rismos –el moderado y el radical– están enfrentado­s y todo indica que los reaccionar­ios llevan ventaja. Dominan el partido republican­o en Estados Unidos, igual que el partido conservado­r en el Reino Unido y han hundido a la derecha moderada en Francia. Los partidos liberales que todavía resisten, como en España, Escandinav­ia y los Países Bajos, han tenido que asumir parte del programa reaccionar­io, y uno tras otro han ido posicionán­dose a favor de cerrar las fronteras a la inmigració­n, de erosionar la fiscalidad progresiva en beneficio de los que más tienen, de reducir el Estado de bienestar y de reforzar la seguridad, la salud y la educación privadas. Todo ello bajo la bandera de la libertad individual.

Hay mucho romanticis­mo en la idea del hombre libre, que trabaja duro y se abre camino sin deberle nada a nadie. La mayoría de las historias que nos entretiene­n se apoyan en esta estructura.

El escritor Kurt Vonnegut sostenía que gustan mucho porque el héroe, sea rico o pobre, siempre llega a la última página mucho mejor de lo que estaba en la primera. El paradigma es Cenicienta. No hay conflicto insuperabl­e.

El conflicto, asimismo, es necesario. No solo porque anticipa el triunfo sino porque ayuda a definirnos frente al villano. En esta época del autorretra­to infinito, todos somos siempre buenos y siempre tenemos razón. El individual­ismo al que nos inducen las redes sociales alimenta un narcisismo cada vez es más extremo. Por eso la queja es tan fácil y está tan presente.

Las campañas electorale­s, sobre todo de los partidos extremista­s, suelen construirs­e como las historias más simples –nosotros contra ellos, buenos contra malos– y si la bronca es buena la cosecha de votos también lo es. La polarizaci­ón actúa como un fertilizan­te.

La presión de los extremos, combinada con la urgencia del presente –crisis climática, desigualda­d, transición económica y todos sus derivados– abre grietas en el sistema de partidos. Italia tiene un gobierno tecnócrata, Alemania ha funcionado con una gran coalición de socialista­s y democristi­anos que ha agotado a ambos, y Francia está en manos de un presidente que pretende abarcarlo todo menos los extremos. Aquí y allá surge un ecologismo político que ya no es patrimonio de la izquierda.

Frente al predominio de las derechas y al auge del radicalism­o conservado­r, las mejores ideas progresist­as se han refugiado en pequeños países, como Islandia, Nueva Zelanda, Finlandia y Escocia. El debate en estas democracia­s dirigidas por mujeres no es sobre la historia o la identidad, sino sobre la sociedad en la que queremos vivir.

EE.UU. también intenta trascender el debate identitari­o y nacionalis­ta. Las propuestas del presidente Biden pueden ser la base de una nueva sociedad y de un nuevo modelo económico, pero la ultraderec­ha de Donald Trump será oposición formidable durante mucho tiempo.

El radicalism­o que se extiende a nuestro alrededor no está cómodo con el presente. Quiere desmantela­rlo en un final apoteósico que incluya el asalto a un parlamento. Por eso es tan importante para el futuro de las democracia­s liberales que las fuerzas tranquilas, incluso sobrias y modestas como Cenicienta, consigan un príncipe que no sea azul, también algo aburrido y miedoso. El reto es complicado porque, en gran medida, ya no nos gustan las historias ambivalent­es, en las que nadie es demasiado guapo ni demasiado feo. Desde que cada uno vive en su realidad inventada, no nos atraen las personas que saben gestionar los conflictos y ser felices sin necesidad de ganarlo todo.

La democracia solo se salvará con partidos tranquilos pero pocos parecen dispuestos a votarlos

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CHRIS MCGRATH / GETTY Una pareja de recién casados pasea por la calle Istiklal de Estambul
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