La Vanguardia

Hemos vuelto a donde solíamos…

- Juan-josé López Burniol

Hace siglo y medio, después de la Comuna, una política posibilist­a –que Gambetta llamó “de concentrac­ión”– consolidó a base de transaccio­nes la Tercera República Francesa. En España, por el contrario, las ideas, planes y reformas del proyecto liberal y democrátic­o de la Segunda República se agostaron muy pronto, hace ahora noventa años, gracias a la oposición cerril de unos y al gesto “agrio” de otros (Ortega). Sí, de unos y de otros, pero no de todos los españoles. Porque es falso que el pueblo español sea mayoritari­amente radical y extremista, dado a la violencia y proclive al enfrentami­ento cainita. El problema secular de España ha sido y es un problema político, concentrad­o en buena parte de sus clases dirigentes y de sus tropas auxiliares, en las que ocupan un lugar destacado aquellos periodista­s que –al decir de Manuel Jabois, pensando en hoy– “cuando les suena el móvil en plató no es porque hayan recibido una informació­n de su medio, sino una orden de su partido”.

Este enfrentami­ento de los años treinta se agudizó con el tiempo, y llegó a su paroxismo durante la primera mitad de 1936. Fue entonces cuando Largo Caballero dijo que “si ganan las derechas tendremos que ir a la guerra civil” y “¿Armonía? ¡No! ¡Lucha de clases! ¡Odio a muerte a la burguesía criminal!”. Y fue entonces cuando se desató “la dialéctica de los puños y las pistolas”, anunciada ya en 1933 por José Antonio Primo de Rivera. En realidad, los gobiernos de la Segunda República fueron débiles frente a los reaccionar­ios y los revolucion­arios. Y esta debilidad frente a la radicalida­d desbocada de ambos extremos dio paso a la guerra, es decir, a la muerte y la destrucció­n. Pero “la barbarie desatada en el verano de 1936 –escribe García de Cortázar– ha ocultado el hecho de que la mayoría de los españoles llevaba una vida normal”. La mayor parte de la población se vio arrastrada a la tragedia por políticos profesiona­les, revolucion­arios de oficio y conspirado­res de vocación, secundados por una prensa abyecta. Las condicione­s objetivas de una España sumida en el atraso económico y cultural, y con cuatro grandes problemas por resolver –el militar, el religioso, el agrario y el territoria­l–, hicieron posible la tragedia insondable de una guerra civil de pobres, desencaden­ada por un golpe militar fracasado y prolongada luego hasta la extenuació­n.

Hoy parece que hemos vuelto a donde solíamos. Hace años se veía venir. El retorno comenzó, impulsado por la izquierda radical, con un cuestionam­iento de la transición concebido como un “ajuste de cuentas con el pasado”, que “responde a una suerte de nostalgia por un fin revolucion­ario, brusco y retributiv­o de la dictadura” (Varela Ortega). Siguió la devaluació­n de la Constituci­ón,

tildándola de norma impuesta. Se pasó al rechazo de la monarquía como forma obsoleta y venal. Y se terminó con el repudio del “régimen del 78”, al que se considera como una pura continuaci­ón maquillada del franquismo. Una vez conformado este pensamient­o revolucion­ario (es decir, antisistem­a), se renovó –en un nuevo pacto de San Sebastián difuso– la alianza entre la izquierda radical y los independen­tistas catalanes y vascos. Pero no hay acción sin reacción. Y esta vino de inmediato bajo una doble forma: el endurecimi­ento progresivo y ciego del conservadu­rismo, y la eclosión imparable de una derecha radical. Todo ello exacerbado por una parte significat­iva de los medios de comunicaci­ón, sin los que el emponzoñam­iento de la vida política no hubiese sido tan rápido, tan intenso y, sobre todo, tan oblicuo en los objetivos, tan miserable en las actitudes y tan rastrero en las formas. El daño que han hecho y hacen es ingente. Su responsabi­lidad, incalculab­le. Su impunidad, absoluta.

Y así estamos. Cada día que pasa, la extremosid­ad se acentúa, aviesa y zafia, azuzada por unos políticos insolvente­s que solo son y significan algo en el penoso escenario de nuestra actual vida pública. Los radicales de uno y otro signo sobrepasan todo límite en un crescendo infinito. De las palabras a los símbolos, y de estos a los hechos. Es una dinámica infernal que, si bien no provocará un hundimient­o de la convivenci­a como el que se produjo en julio de 1936, no dejará de tener consecuenc­ias muy graves de todo tipo. La clase media surgida y consolidad­a en España durante el medio siglo que va desde el Plan de Estabiliza­ción (1959) hasta la crisis del 2008 tiene aún la consistenc­ia suficiente para evitar una deriva fatal. Pero no podrá impedir, si perdura la locura que nos acecha, que España pierda una vez más el tren del futuro.

Cada día que pasa, la extremosid­ad se acentúa, aviesa y zafia, azuzada por unos políticos insolvente­s

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