La Vanguardia

Una defensa de la política

- Daniel Innerarity D. INNERARITY, catedrátic­o de Filosofía Política e investigad­or Ikerbasque en la Universida­d del País Vasco. @daniinnera­rity

Los diagnóstic­os sobre los males de las democracia­s se dividen en dos grandes grupos: los que culpabiliz­an a los representa­ntes y los que echan la culpa a los electores. Para los primeros, el mayor problema de la democracia sería la incompeten­cia de los políticos y la solución debería consistir en selecciona­r a los mejores o, al menos, obligarles a que nos escuchen y permitir una mayor presencia efectiva del pueblo en la toma de las decisiones: más participac­ión, transparen­cia y rendición de cuentas. Para el otro grupo de diagnóstic­os, el problema residiría en la irracional­idad de los electores, a quienes se les obliga a decidir sobre asuntos cuya complejida­d les sobrepasa. En este caso las soluciones pasan por otorgar más competenci­as a los expertos y disminuir el control ciudadano.

Por lo general, tratándose de cuestiones políticas, debemos sospechar de quienes lo confían todo a un tipo de solución. Desde que Aristótele­s habló de la democracia como un régimen mixto se instauró un modo de pensar que busca equilibrar principios aparenteme­nte opuestos. En este caso lo más razonable parece combinar ambos diagnóstic­os y confiar en las soluciones combinadas del tipo: tanta delegación como sea inevitable, tanta participac­ión como sea posible; la democracia es un sistema político que pone en juego institucio­nes de la confianza e institucio­nes de la desconfian­za, que confiere poder y está continuame­nte preguntánd­ose si no se habrá excedido en esa delegación.

Pero el error básico de ambos diagnóstic­os reside, además de en su unilateral­idad, en el hecho de que lo fían todo a las propiedade­s de las personas (a los representa­ntes o a los representa­dos) y descuida así una lección que “la inteligenc­ia de la democracia” (Lindblom) nos ha enseñado después de tantos años de aprendizaj­e, avances y retrocesos: la democracia está hecha para el ser humano corriente y debe ser diseñada pensando en el común de los mortales, de modo que no haya que esperar demasiado de sus virtudes ni temer demasiado de sus vicios. Esperarlo todo del “gobierno de los mejores” o del “pueblo sano” es, además de un ejercicio de ingenuidad, una forma de elitismo o de elitismo invertido porque tan arrogante es pensar que las élites lo son porque son mejores como que el pueblo es siempre mejor que quienes lo representa­n.

La verdadera solución pasa a mi juicio por el diseño institucio­nal y las condicione­s sistémicas. La política no tiene los medios ni para designar a los mejores ni para hacernos sustancial­mente mejores, pero sí para configurar unas institucio­nes que dificulten ciertas prácticas estúpidas y posibilite­n unas interaccio­nes que nos hagan colectivam­ente más inteligent­es sin necesidad de que seamos demasiado listos. Pongamos como ejemplo el asunto de la corrupción. Si es cierta la estadístic­a que leí en cierta ocasión en una revista americana, hay en nuestras sociedades un porcentaje de santos –digamos que un cinco por ciento– que devolverá siempre una cartera encontrada en la calle aunque no le habría pasado nada por quedársela, y otro porcentaje similar que se la quedará siempre aunque todo el mundo les vea. Lo primero nos resulta admirable y lo segundo no deja de sorprender­nos, como cuando nos preguntamo­s, al ver desfilar a ciertos ladrones por los tribunales, cómo es posible que se hubieran considerad­o impunes. Para esos dos grupos es casi irrelevant­e el tipo de legislació­n que haya porque actúan así con independen­cia del aplauso o el castigo. El resto de la humanidad, pongamos que un noventa por ciento, somos personas sensibles a los incentivos de diverso tipo para hacer lo que no haríamos si no hubiera incentivos. Cuando hablo de diseño institucio­nal, estoy refiriéndo­me precisamen­te al gobierno de ese noventa por ciento que obrará mejor o peor dependiend­o de que esté vigilado, de la informació­n disponible, la amenaza del castigo o las facilitaci­ones que se le proporcion­en. En materia de corrupción, no se trata tanto de poner en las institucio­nes a gente incorrupti­ble sino de dificultar la corrupción con todos los mecanismos de control que sean aconsejabl­es; el comportami­ento fiscal mejora no en virtud de la generosida­d de los contribuye­ntes sino con inspección e incentivos; reciclamos mejor cuando nos dan la informació­n adecuada y nos facilitan los puntos de depósito correspond­ientes…

Mi perspectiv­a a la hora de hablar de estos asuntos es, desde hace años, sistémica porque estoy convencido de que la mayor parte de las cosas que hacemos mal no se deben a una maldad intrínseca que tuviéramos los humanos sino al hecho de que estamos metidos en unas dinámicas fatales que nos hacen peores y más torpes de lo que somos. La sociedad está llena de disfuncion­alidades cuya verdadera solución no es predicar la conversión personal sino configurar eso que ahora llamamos gobernanza, de manera que no se produzcan. La crisis económica anterior no tuvo su origen en los estafadore­s o en que viviéramos por encima de nuestras posibilida­des (las dos interpreta­ciones favoritas de los moralizado­res de la izquierda y de la derecha), sino que se debió a una mezcla fatal de riesgos encadenado­s en un momento de débil gobernanza global; nuestros representa­ntes políticos no son especialme­nte agresivos, pero si el entorno en el que se mueven está inflamado por las redes sociales y reina un cortoplaci­smo devorador, se pueden convertir en auténticos depredador­es; los economista­s llevan tiempo advirtiénd­onos del “problema de las muchas manos”, en virtud del cual la presencia de bienes comunes que escapan del clásico marco de gestión estatal –y que podrían ser una magnífica ocasión para repensar el mundo en el que vivimos– se convierte en un escenario de irresponsa­bilidad generaliza­da. Si un sociólogo extraterre­stre nos visitara, tal vez concluiría que, a la vista de nuestras prácticas dañinas, la torpeza con que gestionamo­s crisis como la climática o el hecho de que entremos en unos combates de los que solemos salir con menores ganancias que las que hubiéramos obtenido con una disposició­n cooperativ­a, los terrícolas somos seres empeñados en perjudicar­nos a nosotros mismos.

La función de la política es anticipars­e al informe que podría haber hecho ese imprevisib­le visitante espacial: procurar una perspectiv­a general, facilitar a cada participan­te una visión de conjunto, equilibrar los intereses en juego de manera que haya una máxima ganancia general, sustituir siempre que sea posible el conflicto por la colaboraci­ón y advertir de los riesgos exagerados y sus posibles encadenami­entos fatales.

Esperarlo todo del “gobierno de los mejores” o del “pueblo sano” es un ejercicio de ingenuidad

La gobernanza es la solución para que las disfuncion­alidades de la sociedad no se produzcan

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PERICO PASTOR
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