La Vanguardia

Comprometi­do e irónico

- Mauricio Bach Crítico literario y profesor

Con ascendente­s cubanos y franceses, pertenecie­nte a una familia vinculada con las bodegas de su Jerez natal, José Manuel Caballero Bonald fue uno de esos señoritos a los que el franquismo despertó la mala conciencia de clase y el compromiso político. Un rasgo compartido por muchos de los miembros de la generación de los 50 a la que perteneció, entre ellos figuras de la llamada Escuela de Barcelona como José Agustín Goytisolo, Gil de Biedma o Carlos Barral.

Si acabó siendo galardonad­o con el Premio Cervantes en el 2012, sus inicios literarios están vinculados con otros dos galardones muy relevantes: el Adonais de Poesía, que no ganó, sino que fue accésit por Las

adivinacio­nes en el temprano 1951 (abrió vía a otros compañeros de generación que lo ganaron después: Claudio Rodríguez, Valente, Sahagún, su gran amigo Francisco Brines…) y el Biblioteca Breve que se le otorgó justo una década después, en 1961, por Dos días de septiembre

–novela social, ambientada en Jerez en 1960, retrato severo de la España franquista, el poder del dinero y los rescoldos todavía no apagados de la Guerra Civil–; lo obtuvo en la tercera convocator­ia, después de

Luis Goytisolo y Juan García Hortelano –que, como él, harían el tránsito del realismo a la experiment­ación narrativa– y justo antes de Vargas Llosa, que con La ciudad y los

perros abrió la espita del boom latinoamer­icano en Barcelona. Caballero Bonald fue por tanto poeta –por encima de todo, con libros fundamenta­les como Descrédito del

héroe (1977) y Manual de infractore­s

(2005)– y novelista –no muy prolífico, solo cinco títulos, casi a uno por década, entre los que destaca

Ágata ojo de gato (1974), una suerte de narración ecologista avant la lettre inspirada en Doñana–. Pero también fue notabilísi­mo memorialis­ta, con dos volúmenes reunidos en La novela de la memoria

(2010), a los que habría que añadir el libro de semblanzas Examen de

ingenios (2017) en el que repasa a escritores y artistas con pluma afilada, y estilete en el caso de Cela, al que le unió una larga enemistad que le costó no entrar en la Real Academia Española. Comprometi­do, elegante, irónico, Caballero Bonald dejó escrito en el último verso de su poema Biblioteca particular que “mi error fue abrir un día un libro”. Con él desaparece una de las figuras más estimulant­es de la generación de los 50.

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