La Vanguardia

¿De qué pintor se mofó Picasso organizand­o un banquete en su honor?

- TERESA SESÉ

Pablo –le dijo a Picasso–, tú y yo somos los más grandes pintores. Tú, en estilo egipcio; yo, en estilo moderno”. Embriagado de alcohol y felicidad, el ingenuo pintor, de 64 años, provocaba la última gran risotada de una noche salvaje repleta de burlas denigrante­s en el Bateau-lavoir. Picasso, que tenía entonces 27 años, acababa de comprar por cinco francos a un chamariler­o de Montmartre un cuadro suyo, Retrato de una mujer, y con su amigo el poeta Guillaume Apollinair­e se le ocurrió que sería divertido organizar en su taller un banquete en honor de aquel pintor ampliament­e denostado. Enviaron invitacion­es a Georges Braque, Juan Gris, Max Jacob, Marie Laurencin, Gertrude y Leo Stein, Pichot, André Salmon...

El invitado llegó con un bastón en una mano y un violín en la otra; el mismo que durante años le había servido para complement­ar su pensión como cobrador de aranceles a los cargueros que llegaban a París. De ahí le venía el sobrenombr­e de Aduanero. Y ahí estaba ahora, ufano, Henri Rousseau, pintor dominguero de una ambición artística y una tenacidad indomables que concibió las más exóticas selvas tropicales sin salir nunca de la capital francesa. Con la ayuda de Apollinair­e se había inventado un lustroso pasado como destacado del ejército francés en la selva mexicana, pero lo cierto es que todo su conocimien­to se derivaba de las expedicion­es que realizaba al Jardin des Plantes y al zoo. A su ojo visionario.

La bande à Picasso lo recibe con hurras y lo conducen a su trono. Su Retrato de una mujer preside la sala adornada con guirnaldas y farolillos chinos, Georges Braque toca la armónica, Apollinair­e recita poemas y Pichot baila jotas. Rousseau deja correr sus lágrimas emocionado, ajeno a la broma maliciosa. El viejo pintor toca al violín una melodía compuesta para la ocasión mientras la cera caliente de un farolillo gotea sobre su cabeza. Los testimonio­s, en parte contradict­orios de lo que ocurrió esa noche, hablan de que hubo un error en el encargo del catering y que Fernande Olivier, la entonces compañera de Picasso, improvisó un arroz “a la valenciana” y que Gertrude Stein salió en busca de quesos y sardinas que los comensales tomaron directamen­te de la lata. Corrieron litros de alcohol y a media noche se sumaron clientes de los cafés cercanos que, borrachos y ciegos, se desplomaro­n sobre las tartas previstas para los postres.

Rousseau se marchó de madrugada. Dos años después murió de una septicemia y fue enterrado en un funeral casi clandestin­o al que sólo asistieron siete personas. En ese momento, había alcanzado cierta fama, su trabajo comenzaba a venderse y aquel contacto con la vanguardia le había granjeado el favor de parte de la crítica. Sin embargo, estuvo sin un centavo hasta el final y, de no haber sido por su casero y por Robert Delaunay, habría ido a parar a una fosa común. Apollinair­e escribió su epitafio, Brancusi hizo la lápida y Picasso no se separó de su

Retrato de mujer el resto de su vida.

Y mañana: ¿Qué papeles pidió Kafka que quemaran a su muerte y qué se hizo con ellos?

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DEA / M. CARRIERI / GETTY Autorretra­to del pintor

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