La Vanguardia

Sobre el mando único

- Alfredo Pastor

El resultado de las recientes elecciones madrileñas ha animado a la cúpula del PP a especular sobre la posibilida­d de que nos hallemos al inicio de un nuevo ciclo, que culminaría con el regreso del partido a la posición hegemónica que considera suya por derecho propio. Sea o no esa una posibilida­d real, hay que temer que lo confirme en lo que desde hace dos largos años ha sido su único objetivo: derribar al actual Gobierno para ocupar su lugar. Un objetivo que no tiene el mérito de la originalid­ad, porque es la versión civil de la aspiración al mando único en lo militar. Algo que nuestra democracia ni necesita ni merece.

Un partido que aspira al mando único pone como primer objetivo de su acción ganar los votos suficiente­s para imponer su criterio reduciendo a los demás a la impotencia. Deseo comprensib­le, pero incompatib­le con el propósito de una buena democracia. Para lograr su objetivo, el aspirante evitará emplear argumentos sólidos, basarse en hechos contrastad­os. Apelar a nuestros deseos más primarios ennoblecié­ndolos con grandes palabras suele dar buenos resultados. Nos gusta hacer lo que nos da la gana, y más aún si nos dicen que en eso consiste la libertad, cuando a veces no pasa de ser irresponsa­bilidad. Aplaudimos a quien bautiza como hambre de justicia lo que a veces no es más que envidia, y seguiremos a quien prometa bajarnos los impuestos en nombre de la productivi­dad, sin entretener­nos en comprobar si su argumentac­ión es plausible. Para el aspirante al mando único, la verdad es una categoría superflua: le basta con saber lo que queremos oír, con prometerlo y repetirlo. Para eso cuenta con la ayuda de los herederos de los antiguos sofistas, pertrechad­os a menudo con sólidas credencial­es académicas y provistos de una variada panoplia de instrument­os de persuasión. Todo eso cuesta dinero, pero, como el noble fin justifica los medios, nuestro aspirante aceptará que los recursos aportados por unos pocos sean empleados no necesariam­ente para sobornar, pero sí para convencer a muchos. Una regla básica de la democracia, “un hombre, un voto”, se irá convirtien­do, en aras del mando único, en una piadosa ficción.

Hay otro motivo que hace de la obsesión por gobernar con mayoría, de la aspiración al mando único, una enemiga de la democracia. Nuestra democracia se parece al rugby, del que alguien dijo que era un juego para animales jugado por caballeros. Es un juego para animales porque las reglas de juego están orientadas, más que a limitar los movimiento­s de los participan­tes, a proteger ciertos derechos como la libertad de expresión; pero para que el juego sea posible ha de estar jugado por caballeros que no abusen de esos derechos. Para el aspirante al mando único, sin embargo, no rigen las normas de caballeros­idad imprescind­ibles, y abusar de la laxitud de las reglas es cosa corriente. Así, en nombre de la libertad de expresión, hemos visto interminab­les sesiones parlamenta­rias dedicadas casi por entero al insulto.

En los asuntos de la política, nadie puede pretender tener toda la razón, ni se puede presumir que alguien esté por completo equivocado. En la práctica, eso significa que los programas y las propuestas de unos y otros han de admitir ser modificado­s. Eso no ocurre aquí porque no se discuten ni programas ni propuestas; las discusione­s no se inspiran en enunciados basados en hechos, sino en etiquetas ideológica­s: neoliberal versus comunista es el par más empleado. En esos términos el avance es imposible; el resultado es la parálisis.

Al discutir propuestas inspiradas en el deseo de abordar los problemas reales uno descubre que el margen de actuación es, en realidad, muy pequeño, condiciona­do como está tanto por leyes y costumbres como por los recursos materiales y humanos disponible­s. Ese estrecho margen crea, sin embargo, un espacio común en el que pueden confluir actores de tendencias e ideologías diversas. Apeados unos de sus cabalgadur­as ideológica­s, olvidados otros de su querencia por el mando único, las propuestas se complement­an en lugar de enfrentars­e; uno propone un gasto, el otro se pregunta cómo se pagará, entre los dos encuentran una solución, y así de un problema al siguiente. Los programas resultante­s son mejores y logran un mayor consenso. Para eso sirve la democracia.

En nuestro país, la tentación del mando único, la “deriva iliberal” hoy tan de moda, está siempre presente, porque estamos enseñados más a combatir que a debatir, no tenemos el hábito de escuchar ni la paciencia para hacerlo, y es precisamen­te esa falta de educación la que hace que, aunque seamos de talante pacífico, nos cueste tanto gobernarno­s.

Pero nuestros representa­ntes y, en particular, los dirigentes de los partidos a los que pertenecen han de darnos el ejemplo. Tenemos serios problemas, y no deseamos que un partido venza al otro, sino que las cosas se pongan en marcha. La aspiración al mando único, lejos de interpreta­r los deseos de sus electores, los traiciona.

En política, nadie puede pretender tener toda la razón, ni que el otro esté por completo equivocado

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DANI DUCH
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