La Vanguardia

De botellones y botellines

- Sergio Heredia

La semana pasada, la sección del Vivir de este diario nos obsequiaba con un reportaje coral. Lo cofirmaban Sara Sans, Sílvia Oller y Pau Echauz.

Nos contaban que las macrodisco­tecas han muerto en Catalunya: ya no queda nada de la Louie Vega que iluminaba Calafell, ni de Wonder (Lleida), ni de la legendaria Chic de Roses. Eran espacios mayúsculos, de parkings de tierra, múltiples barras y bafles repartidos en cada esquina.

En los fines de semana, centenares de jóvenes amanecían allí.

Ya no.

La música se había ido difuminand­o en los primeros años de este siglo XXI y se ha apagado definitiva­mente en los últimos meses, cortesía de la pandemia.

El reportaje nos contaba que, allí donde habían brillado aquellos escenarios, ahora habrá espacios culturales e incluso deportivos.

Donde había macrodisco­tecas, florecerán pistas de pádel y gimnasios. (...)

La noticia me trasladó a los últimos años del siglo XX, cuando el maratón de Barcelona arrancaba en Mataró y, siguiendo el trazado de la N-II, descendía hacia Barcelona para desembocar en las Torres Venecianes de la plaza Espanya.

Aquella carrera tenía su nosequé. Era noche cerrada cuando la organizaci­ón nos recogía en la estación de Sants: miles de atletas nos subimos al tren y, adormilado­s algunos, hiperventi­lando otros, viajamos hasta Mataró, el punto de salida.

Había silencio en el convoy, que traqueteab­a hacia el norte. Íbamos como sardinas, con nuestros chándals, las gorras, las mochilas al hombro y el olor a ungüento. Empezaba a clarear

De súbito, se abrieron las puertas de una de aquellas discotecas y una marabunta de zombis salió al exterior

cuando el tren se detuvo. Estábamos en las afueras de Mataró, entonces un espacio poligonero, de fábricas reconverti­das en macrodisco­tecas. Desde el convoy, escuchábam­os golpes sordos. El bumbum de los bafles.

Gente de fiesta.

De súbito, se abrieron las puertas de una de aquellas discotecas y una marabunta de zombis emergió al exterior. Aquellos tipos eran realmente jóvenes. Pudimos observarle­s desde las ventanas del tren. Algunos de ellos iban zigzaguean­do, fumando, con la mirada perdida y la botella en la mano. Se abrazaban y se besaban y ninguno llevaba mascarilla, ni se esperaba que lo hicieran. ¡Estábamos en el siglo XX!

Alguno de ellos levantó la vista y advirtió la presencia de aquel convoy repleto de tipos de mediana edad, incluso ancianos, vestidos con mallas, botellines energético­s y cara de susto.

Ambos mundos nos contemplam­os por unos segundos.

En el vagón, alguien dijo:

–No sé quién es más raro, si ellos para nosotros o nosotros para ellos.

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POR LA ESCUADRA

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