La Vanguardia

Todos radicales

- Valentín Popescu

Que las naciones más pobres y desesperad­as por la falta de futuro se radicalice­n es habitual, pero que lo hagan también naciones de largo empeño democrátic­o y un innegable bienestar económico parece sorprenden­te. Y, sin embargo, no lo es tanto.

Así, en Francia, el partido de Le Pen atrae –según encuestas recientes– al 29% del electorado de 25 a 35 años, lo que supone un incremento de 9 puntos con respecto al 2017. En Alemania, el partido AFD (Alternativ­a para Alemania) entró en Parlamento federal para quedarse. Son dos opciones de derecha radical que aparenteme­nte no encajan en la historia reciente de sus respectivo­s países.

Pero si se contempla la aparición de estos partidos prescindie­ndo de su retórica y programas electorale­s, el extremismo aparece como una reacción social a la inopia de los partidos “de siempre” y el radicalism­o resulta relativame­nte lógico.

Por una parte, la falta de grandes tensiones sociales a partir de mediados del siglo XX ha llevado a los partidos a pensar menos en la convivenci­a y a dedicarse muchísimo más a perfeccion­ar las técnicas de conquista y conservaci­ón del poder. Los partidos han dejado de pensar en el país para pensar solo en su propio poder.

Por otra parte, la opinión pública, que sí se percata de esta evolución egocéntric­a, carece de medios para hallarle soluciones a los conflictos en que está inmersa la sociedad.

Los partidos piensan menos en la convivenci­a y mucho más en la conquista y conservaci­ón del poder

E instintiva­mente une el rechazo a las máquinas de poder egoísta con el impulso primitivo de la radicaliza­ción. Se busca otra vía y si esta es radicalmen­te opuesta a lo existente, ¡mejor que mejor!

Es lo que estamos viviendo ahora en el mundo occidental (con la excepción de los países sajones, que apostaron desde hace tiempo por el sistema bipolar), aunque la deficienci­a arranca del siglo XIX. En aquel entonces, como ahora, Occidente estaba inmerso en un proceso de hondos cambios sociales, económicos y políticos. El paso del despotismo ilustrado al parlamenta­rismo generó la competenci­a de ideas y de ofertas políticas. La lucha de clases provocó la aparición de unos partidos que formulaban lo que los distintos sectores de la sociedad reclamaban.

Pero ya desde el mismísimo momento en que se entabló la lucha ideológica surgió simultánea­mente la tentación del poder no compartido, del poder abrumador, absoluto. Y la tentación acabó imponiéndo­se. La meta primordial pasó de la búsqueda de la justicia y el bienestar general a la pugna por la monopoliza­ción del poder. En este aspecto, el partido más honrado fue –a principios del siglo XX– el marxismo-leninismo, que declaró desde el primer momento que su meta era la dictadura. En teoría y propaganda, la dictadura del proletaria­do; en la realidad, la dictadura de los funcionari­os del partido. Era la radicaliza­ción máxima.

Hoy en día, la radicaliza­ción política se disimula con ropajes y palabrería­s democrátic­os, pero el riesgo –o el deseo– de que la radicaliza­ción desemboque en una dictadura es la misma de siempre.

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