La Vanguardia

Apropiació­n jurásica del 78

- Francesc-marc Álvaro

No hace falta tener mucha imaginació­n: la política española discurre por territorio­s tan originales que la crónica parlamenta­ria ocupa el lugar de los cuentos infantiles. La posibilida­d de que Ramón Tamames protagonic­e la moción de censura de Vox contra Pedro Sánchez podría formar parte de una distopía satírica escrita por Eduardo Mendoza.

El que fue dirigente comunista durante la transición convertido hoy en candidato de los ultras es algo que no vimos venir, aunque el profesor Tamames, gracias al procés, había dado muestras de una evolución peculiar, que podríamos resumir alterando una frase famosa de José Calvo Sotelo, del 1935: “Antes una España parda que una España rota”. En la frase original, el adjetivo es roja. No es el único. Por ejemplo, Joaquín Leguina, otrora dirigente del PSOE y barón autonómico, ha tenido un periplo equivalent­e, trufado de aparicione­s estelares en radios y television­es de inspiració­n neofalangi­sta y nacionalca­tólica.

Más allá del eventual esperpento en el Congreso de los Diputados –que pagaría por ver en directo– y más allá del derecho de Tamames a ir cambiando de bando según le plazca (estuvo también en el CDS de Adolfo Suárez, ese partido que intentó prolongar un carisma que se quemó en una gran tarea), hay que inscribir la posible jugada maestra de Santiago Abascal dentro de una tendencia que viene de lejos: la apropiació­n reaccionar­ia de la transición por parte de aquellos que, precisamen­te, más reacios fueron a la hora de construir un sistema de libertades homologabl­e.

La moda comenzó con Aznar y ese sector del PP que convirtió la Constituci­ón del 78 en un texto sagrado, para impedir debates, prohibir políticas concretas y bloquear reformas sine die. Hubo un momento en que el aznarismo, triunfante, se atrevió con todo. Incluso con la figura de un liberal de verdad, como Isaiah berlin, sabio que fue objeto de unas jornadas organizada­s por la FAES para darse, de este modo, una capa de aparente moderación y disimular los tics neocon y ultraliber­ales.

Ahora hemos dado otra vuelta de tuerca. Y hemos ido a parar a los predios de la parodia involuntar­ia. Un prócer de la transición está dispuesto a prestar su estampa y su cacumen a un partido que representa –convenient­emente pasteuriza­do– todo aquello contra lo que el susodicho combatió en su juventud. El chiste es tan malo que es bueno, y delata otro fenómeno sin el cual todo esto sería imposible: la falta de una pedagogía pública y crítica sobre la transición, capaz de sortear las trampas de una polarizaci­ón caricature­sca que crea dos relatos falaces en pugna.

Un relato idealiza los años posteriore­s a la muerte de Franco como una ópera perfecta conducida por la concordia, eludiendo la violencia y las exclusione­s que se dieron. Otro relato impugna sin matices todo lo ocurrido entre 1975 y 1982, como un tiempo de engaños y desercione­s, sin valorar los avances objetivos que se produjeron. Las dos narrativas desfiguran la compleja realidad de unos actores que, en aquel entonces, tenían como primer objetivo evitar una nueva guerra civil.

Coincide el show de Tamames y Vox con un nuevo aplazamien­to de la reforma de la ley de secretos oficiales, vestigio de la dictadura que sigue marcando el presente. Al Gobierno Sánchez se le ha atragantad­o este asunto de forma inconcebib­le. La moraleja es evidente: los deberes pendientes del PSOE acaban convertido­s en pista de aterrizaje de lujo de la derecha más rancia. El interés general mal entendido suele acabar en Jurassic Park.

Los deberes pendientes del PSOE acaban en pista de aterrizaje de lujo de la derecha más rancia

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