La Vanguardia

Tres, seis, tres

- Alfredo Pastor

Hace un siglo corría en Estados Unidos un chiste que definía la regla de vida del buen banquero: pedir prestado al tres por ciento, prestarlo al seis, y a las tres estar en el campo de golf: era la regla del “tres, seis, tres”. En apariencia al menos, el negocio bancario, un coto cerrado en el que todos se conocían, era tranquilo, si uno no hacía tonterías. Sin embargo, el sector no estaba al abrigo de crisis provocadas por pánicos entre sus depositant­es: entre 1800 y 1945 hay registrada­s una veintena de crisis en América y Europa.

Una de ellas, el pánico de 1907, aconsejó la creación la Reserva Federal, que pretendía evitar futuras crisis. Pero el aumento de la competenci­a entre bancos estrechó los márgenes (el “seis menos tres” de antes), y los banqueros aumentaron el volumen de negocio tomando mayores riesgos con el dinero de sus depositant­es. Para no molestar pidiendo más capital, idearon operacione­s que quedaban al abrigo del ojo de lince del regulador, lo que aumentó la fragilidad del sistema. El regulador intensific­ó su intervenci­ón, de modo que a partir de 1945 solo se han registrado cinco crisis. Pero con Reagan se inició una carrera hacia la desregulac­ión que facilitó la gran crisis del 2008.

Intervenci­ones posteriore­s han procurado dar mayor solidez al sistema, pero los sucesos recientes muestran que no ha sido suficiente. Como la caracterís­tica del sistema financiero es que los errores de una entidad puedan contagiars­e a las demás (por el contrario, la quiebra de Coca-cola sería una buena noticia para Pepsico), el sector financiero tiene la economía entera como rehén, al tiempo que recoge una parte sustancial (el 40% en Estados Unidos) de los beneficios totales que esta genera. Una diferencia excesiva entre el beneficio capturado y el servicio prestado a la sociedad, más aún si consideram­os el coste de las crisis que esta ha de soportar de vez en cuando.

Esta observació­n justifica la aparición, en plena Gran Depresión, de un texto de ocho páginas llamado popularmen­te Plan de Chicago, en el que un grupo de distinguid­os economista­s proponían prohibir a la banca las operacione­s de inversión: estas debían ser realizadas por sociedades separadas, financiada­s exclusivam­ente con los recursos de sus accionista­s. La propuesta, que suponía la desaparici­ón del sector financiero que conocemos, no prosperó entonces, ni prosperarí­a hoy. Pero el que haya vuelto a la actualidad puede servir de aviso a navegantes: la paciencia de la sociedad vuelve a estar en mínimos.

La digitaliza­ción ha introducid­o un nuevo elemento de fragilidad: en crisis anteriores, cuando los depositant­es formaban colas para exigir la devolución de su dinero, la entidad cumplía, devolviend­o el dinero... en monedas de diez céntimos. Los clientes se calmaban, viendo que su dinero estaba ahí, y volvían a sus casas, cansados de hacer cola en la calle. Hoy, los depositant­es de Silicon Valley Bank (SVB), profesiona­les bien informados, pudieron retirar todo su dinero con un clic al primer soplo que corrió por las redes, algo imposible hace un siglo. Quizá deba imponer el regulador la obligación de que los depositant­es sean más torpes que el banquero, o por lo menos más lentos. Un pensamient­o inquietant­e.

Hoy, el seis menos tres ha desapareci­do. El banquero tampoco pasa la tarde jugando al golf, pero se considera de buen tono que corra un maratón por lo menos dos veces al año. Es el progreso.

Los depositant­es del SVB pudieron retirar todo su dinero con un clic al primer soplo en las redes

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