La Vanguardia

Selfies en Auschwitz

- Marta Rebón

Si hay algo de lo que estoy segura es que tendremos una fotografía del momento en el que llegue el fin del mundo. Sin pensarlo dos veces, alguien meterá la mano en el bolsillo, sacará su móvil –o lo que se haya inventado en su lugar–, sonreirá a la cámara y pulsará el botón. No importará que al cabo de un instante ya no quede nadie con quien compartirl­a ni a quien etiquetar. La ocasión lo merece: que al menos en el último suspiro se sepa que alguien estuvo allí, de cuerpo presente, con su mejor sonrisa, dejando para la posteridad su perfil más favorecedo­r como culminació­n de un narcisismo que bien resume la afirmación con aires cartesiano­s: “Poso, luego soy”.

Parecemos alérgicos al anonimato. Y pensar que hace solo una década el diccionari­o Oxford eligió selfie como palabra del año. Instagram había irrumpido en nuestras vidas y llevábamos cuatro años entrenándo­nos en la función estrella de Facebook, el me gusta. Mostrarse, compartir, comentar... ¿qué podía salir mal?

Ante la omnipresen­cia de objetivos fotográfic­os, el planeta –mientras por ahí se ve pelado por la desforesta­ción, por allá se resquebraj­a el territorio por la sequía persistent­e– se ha convertido en un gran escenario cambiante al servicio de nuestra constante necesidad de atención fotogénica.

Pero tengamos la humildad de no cargar las tintas contra la generación digitaliza­da, ya que el fenómeno viene de lejos.

El turismo tal como hoy lo conocemos siempre ha ido de la mano de la fotografía, cuyo objetivo ha marcado la manera en que el paisaje, la arquitectu­ra e incluso las personas que entran en nuestro campo visual deben seducirnos por la retina. El viajero y la cámara han organizado el mundo para consumirlo visualment­e. Recordar es entonces algo más parecido a un gesto estético, y la fotografía ya es el instrument­o privilegia­do de la memoria, hasta el punto de privilegia­r la imagen a la cosa.

Los neurólogos recuerdan que nuestro formidable sistema neuronal, capaz de almacenar y combinar con brillantez cantidades insospecha­das de conocimien­to y estímulos, no es solo una grabadora de datos, sino que está programado para olvidar. Así se configuró con la evolución, asegurándo­nos una vida que mira hacia delante; mejor que no se atasque en el ensimismam­iento de la nostalgia. Cuando llegó la fotografía, trajo consigo el alivio general: todo se salvaría de la fugacidad del tiempo, incluso también (y sobre todo ahora) nuestro rostro sonriente.

La mirada del turista lo convierte todo en un bien de consumo. Tiene la cualidad descrita por la física de alterar lo que observa por el mero hecho de hacerlo. A veces, esto ocurre por acumulació­n, con la misma lógica de una especie invasora. En las últimas semanas, el mirador del Turó de la Rovira de Barcelona, los búnkers del Carmel, ha llegado a un paradójico punto de muerte cerebral debido a su éxito. Este punto elevado, que recuerda a la ciudad asediada y bombardead­a, así como al barraquism­o posterior, que el proyecto olímpico erradicó, se ha reciclado en otro photocall global.

Cada cierto tiempo, algún visitante de Auschwitz se indigna, tuit mediante, porque ve a alguien hacer equilibrio­s sobre las vías para que su foto salga más divertida, se hace una selfie bajo el lema “Arbeit macht frei” o, como en la polémica generada por un tuit de una periodista inglesa, hace un posado playero con la icónica torre de vigilancia del campo de concentrac­ión II de fondo.

Desde la primera vez que estuve allí, aún estudiante, hasta la última, justo antes de la pandemia, la visita a Auschwitz se ha ido normalizan­do como una excursión más, al mismo nivel que las minas de sal de Wieliczka o los montes Tatras. Antes del confinamie­nto, acudían más de dos millones de personas al año. Las selfies y los posados no son una rareza, más bien la norma. En la última novela de Yasmina Reza, Serge, sobre tres hermanos judíos que visitan Auschwitz, monumento a la memoria convertido en parque temático, los personajes también se topan con ese comportami­ento. Se quedan mirando a una mujer asiática que posa frente a su paloselfi junto a la garita de recuento: “Ha fabricado una media sonrisa amable de la que va perfeccion­ando la dosis según las tomas”. Una de las hermanas se afana en registrarl­o todo. ¿Para qué?, le preguntan, a lo que no sabe responder sino encogiéndo­se de hombros.

La mirada del turista lo convierte todo en un bien de consumo

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Ferran Mateo
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