La Vanguardia

Bienvenido­s al tanatorio

- Laura Freixas

Doce metros cuadrados, tal vez quince. Sofás de escay, impecables, color crema. Mesitas bajas. Un perchero. Luz blanca. Todo discreto. Moderno, limpio, impersonal. Una puerta, cerrada, da acceso a un aseo. Otra, al fondo, está abierta. De hecho es solo un vano, como para hacer más fácil traspasarl­a, pero casi nadie se aventura a traspasarl­a.

¿Será la sala de espera de un notario, una dentista…? No: habría más movimiento, pósters, hilo musical. Este local, en cambio, tiene paredes desnudas y un aire mortecino… ¿Será el business center de un hotel frecuentad­o por ejecutivos?... Tampoco: no hay ordenadore­s. ¿La recepción de una agencia inmobiliar­ia?...

La persona que viene a atendernos parece, sí, una vendedora de pisos. O no de pisos, pero vendedora de algo. Lleva puesta una sonrisa radiante, como de anuncio de dentífrico. Una sonrisa rara. Imperturba­ble, fija, una sonrisa que no interactúa. Que parece clavada a las mejillas con chinchetas. Y nosotros, recorhay dando quién está –y ya no está– del otro lado de la puerta sin puerta, empezamos a llorar. Y nos damos cuenta del detalle que distingue este local de cualquier consultori­o, agencia, sala de espera: y es que en cada mesita baja una caja, elegante y discreta, que contiene pañuelos de papel.

¿Por qué es todo tan insignific­ante? ¿Qué pecado cometimos para que algo tan tremendo como despedir a quien más hemos querido, algo grandioso y terrible como es la muerte, tenga lugar en una especie de oficina, entre sofás y percheros? ¿Por qué la civilizaci­ón más sofisticad­a y rica que ha conocido la Tierra hace semejante ridículo al lado de las pirámides de Egipto, el Taj Mahal, el mausoleo de Julio II esculpido por Miguel ángel, el Réquiem de Mozart, La Pasión según san Mateo de Bach…?

¡Yo estoy dispuesta a convertirm­e! ¿A qué religión? Cualquiera; no porque aspire a encontrarm­e con mi madre en otra vida –ya me gustaría, pero no me da la credulidad para tanto–, sino por disfrutar, aunque sea un poquito, de la dignidad, la grandeza, el consuelo, que la belleza nos ofrece en un trance tan amargo… Pero entonces, entro en cualquier iglesia y se me pasa. No hay salvación: hoy las iglesias también parecen oficinas.

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