La Vanguardia

Motivos para tirarse al suelo

- Clara Sanchis Mira

¿Quién es ella? ¿En qué trabaja? ¿Qué le pasa? ¿Está borracha? ¿Loca? ¿Cómo se llama?

Entre los ruidos de la estación se abre paso un gemido que me hace girar la cabeza. No por el volumen, muy por debajo del bullicio de los trenes y la gente, sino por la rareza del lamento; agudo pero grave, fuera de control. ¿De dónde sale ese sonido animalesco? Resulta ser el llanto de una mujer que da la espalda, inclinada sobre un mostrador de informació­n. De pronto, una especie de hilo antropológ­ico, entre compasivo y curioso, nos une a ella. Nos impide apartar la vista de ese cuerpo convulso que ahora se gira, y se deja caer al suelo, en cuclillas, con la cabeza entre las manos. La imagen de la desolación. Otras miradas como la mía la observan a distancia.

Por aquí circula gente que come patatas o chupa helados para refrescar el calentamie­nto, jóvenes que ríen y se empujan, personas que gritan a un móvil o le susurran, familias con bolsas, parejas con perros. A la mujer le da igual, llora en el suelo como un bebé. Inicio una aproximaci­ón en círculos, con un vaso de cartón anticontam­inante, con restos de café, pegado a una mano. Varias cabezas merodeamos alrededor de la escena trágica. ¿Quién es ella? ¿En qué trabaja? ¿Qué le pasa? ¿Está borracha? ¿Loca? ¿Cómo se llama? ¿Ha recibido una noticia tan terrible como para tirarse al suelo a llorar así? ¿Nos tiramos todos? ¿Tiene motivos? ¿Está justificad­o? ¿Qué mundo se le acaba de hundir?

Las cabezas nos acercamos; y podríamos hacer una reunión de cabezas para discernir, secretamen­te, si pertenece a nuestro club de personas normales, y se diría que sí, porque lleva unas botas bastante normales, una falda y una chaqueta azul que podríamos llevar cualquiera, una melena castaña que le cubre media cara, no se observa suciedad, y entre las piernas ha dejado caer una bolsa de una tienda de ropa, donde quizás acaba de comprarse algo. Todo indica que esta mujer pertenece a nuestro club. Pero cuando nos disponemos a ponerle una mano en el hombro, o acariciarl­e la mejilla, dos guardias de seguridad ya la han levantado del suelo.

“¿Qué le ha pasado?”, pregunto a uno de ellos, mientras la mujer se aleja con sus botas normales y su chaqueta azul oscuro. “Ha perdido su documentac­ión”, responde. “Ah –digo–, pensé que era algo peor”. El hombre me mira a los ojos. “No creas, para ellos es muy importante”, dice. Y entonces caigo.

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