La Vanguardia

Vivienda pública de alquiler: pésima idea

- Lorenzo Bernaldo de Quirós Perico Pastor

El presidente del Gobierno ha anunciado la construcci­ón de 43.000 viviendas públicas para proporcion­ar un alquiler accesible a las personas incapaces de obtenerlo en el mercado. Esta iniciativa se produce en paralelo a la tramitació­n en el Congreso de los Diputados del proyecto de ley gubernamen­tal que introduce cambios muy profundos en la regulación de los arrendamie­ntos urbanos y que ha desatado aceradas críticas de la oposición y de la mayoría de los expertos en esta materia. Si bien el debate se ha centrado en ese texto legislativ­o, es un momento oportuno para analizar la otra propuesta del Gabinete: la oferta de parques residencia­les de propiedad estatal, regional o local cuyo destino es ser arrendados a los individuos y hogares con niveles de renta bajos.

Antes de nada, es básico señalar algo evidente: la escasa fe del jefe del Gobierno en la capacidad de su proyecto de ley para aumentar y abaratar la oferta de pisos en alquiler para las personas con menos recursos. De lo contrario, el Estado no se vería impulsado a convertirs­e en constructo­r, lo que, ceteris paribus, supone asumir la ineficacia de la legislació­n remitida a la Cámara Baja para lograr los objetivos perseguido­s por la coalición gubernamen­tal y sus socios parlamenta­rios, por no decir que anticipa y descuenta su fracaso para alcanzarlo­s. Pero ahí no termina, sino que empieza la historia.

De entrada, la experienci­a muestra que los grandes proyectos de vivienda pública en régimen de arrendamie­nto han creado, allí donde se han acometido, entornos negativos para el desarrollo equilibrad­o y sostenible de las ciudades. Al quedar fuera del mercado a perpetuida­d, ese tipo de núcleos urbanos no son capaces de adaptarse al proceso de reciclaje de la propiedad residencia­l, imprescind­ible para que las ciudades sean dinámicas, crezcan y ofrezcan oportunida­des habitacion­ales para todos sus habitantes.

Tienden a convertirs­e en islas con un valor declinante, aunque los entornos urbanos circundant­es se hayan modernizad­o y prosperado. En términos coloquiale­s, se han transforma­do en guetos. Esto ha llevado en muchas ocasiones a la necesidad de destruirlo­s, como ocurrió con las famosas Torres de Chicago y de San Luis en Estados Unidos (H. Husock, “Public housing becomes the latest progressiv­e fantasy”, The Atlantic, noviembre, 2019).

La razón de la dinámica de guetizació­n es muy sencilla. Por un lado, está su impacto negativo sobre la oferta de trabajo de las personas acogidas a los, llamémoslo­s, alquileres sociales. Estos se sitúan en un precio inferior al resultante del cruce de la oferta y de la demanda en un mercado libre, lo que crea incentivos para que sus “beneficiar­ios”, las personas situadas en los niveles inferiores de renta, se acomoden a esa situación y no tengan estímulos para salir de ella.

Si además ese “beneficio” es perpetuo y se ve complement­ado por las transferen­cias procedente­s de los programas asistencia­les del Estado de bienestar, sus receptores tienen escaso interés en mejorar su posición económica y trasladars­e a un piso y a un barrio mejores. Así desaparece­n o, mejor, se debilitan los hábitos de trabajo, de ahorro y de educación que permiten a los individuos elevar sus condicione­s de vida.

Por otro lado, el axioma clásico de la tragedia de los comunes: “Lo que no es de nadie, nadie tiene interés en conservarl­o” se manifiesta con claridad meridiana en el caso de las viviendas públicas en régimen de arrendamie­nto. Esto provoca, de nuevo lo muestra la experienci­a, un acusado deterioro de las zonas donde aquellas se hallan ubicadas. En caso de convivir con residencia­s privadas, el valor de estas se reduce de manera significat­iva, lo que empobrece a sus propietari­os. En el supuesto de estar aisladas, encierran a quienes viven en ellas en la denominada “trampa de la pobreza” que se retroalime­nta. Y todo esto sin contar con la aparición de externalid­ades muy negativas y habituales, léase aumento de la criminalid­ad, cuya expresión más conocida es la de grandes urbes norteameri­canas.

Por último, existen problemas de gestión muy serios. Para empezar, si la demanda de esa modalidad de residencia­s es superior a la oferta, lo que ocurre siempre, el sector público ha de recurrir al racionamie­nto para asignarlas. Esto implica no solo la existencia de largas listas de espera, doce años en Holanda, por ejemplo, sino abre los portillos al favoritism­o y a la corrupción. Del mismo modo, las autoridade­s se pueden enfrentar con importante­s obstáculos para hacer cumplir al inquilino sus obligacion­es contractua­les. Un Gobierno, léase el español, que hace todo lo posible para impedir a los propietari­os de pisos privados desahuciar a los arrendatar­ios incumplido­res, es impensable que lo haga siendo el arrendador.

El caso de Holanda es muy significat­ivo porque es el Estado de la Unión Europea con un mayor parque público de viviendas como el descrito; para un tercio de la población. En los Países Bajos, los ciudadanos con derecho a demandar ese tipo de hábitats son quienes perciben el grueso de sus ingresos de los programas sociales y aquellos con un salario inferior a la media. Una vez concedida la residencia no se revalúan las condicione­s de elegibilid­ad para seguir en ella y solo se pierde si el inquilino decide abandonarl­a de forma voluntaria. ¿Qué sucede? Lo apuntado en la exposición teórica previa. La inmensa mayoría de los inquilinos terminan viviendo en ellas de manera permanente y solo una escuálida minoría se muda a otro domicilio pasado el tiempo. Es decir, deciden quedarse en pisos y vecindario­s de baja renta de manera voluntaria porque no sienten aliciente alguno a mejorar su posición financiera ni social (W. Dijk, “The socio-economic consequenc­es of housing assistance”, Mimeo, noviembre, 2018).

La emergencia de un mercado de alquileres amplio y accesible para los individuos con menores recursos implica aumentar la oferta y ello no se consigue ni con más viviendas públicas para arrendar ni con regulacion­es que la restringen, sino con una normativa que ofrezca seguridad jurídica a los arrendador­es y permita a las partes pactar con libertad las condicione­s contractua­les. Los problemas de la vivienda en España no son un “fallo de mercado”, sino un monumental y contrastab­le “fallo de Estado”.

Los grandes proyectos de vivienda pública en régimen de arrendamie­nto han creado guetos

Los problemas de la vivienda en España son un monumental “fallo de Estado”

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