La Vanguardia

La rendición de Gutenberg

- Antoni Puigverd

Las dos columnas de la cultura occidental, el progreso científico y el combate por los derechos humanos, son hijas del libro. Más concretame­nte: de la fabulosa invención de la imprenta. El libro ha iluminado a la humanidad. No es extraño que en la época de la imagen, en la época actual, los cimientos de nuestra cultura se tambaleen. A medida que vamos sustituyen­do el libro por la pantalla, las imágenes se imponen absolutame­nte. Y, con las imágenes, nuestro pensamient­o cambia, como cambian también nuestras vidas.

El libro fomenta el pensamient­o secuencial. Agregacion­es: palabra, sintagma, frase, párrafo, capítulo, libro. Por el contrario, la era de la imagen favorece el pensamient­o simultáneo. Ejemplo de una conversaci­ón actual: suena la tele en el comedor, mientras ella habla; su compañero la escucha, aunque, a la vez, oye música de su ordenador con un auricular colocado en una sola oreja y, a la vez, teclea en el teléfono unas notas para un colega. La sociedad de la imagen fomenta una cultura emocional. La imagen estremece, encanta, horroriza, cautiva, hiere, relaja, atrae, atrapa, seduce, fascina. Las pantallas de plasma tienen sobre nosotros un poder hipnótico. Se imponen como una dictadura, atraen como una droga.

Poseídos por la imagen, llegamos más obedientes que nunca al mercado, sin defensas. El deseo de poseer ya dio el gran salto con la televisión y la publicidad. Pero la dictadura de la imagen lo está convirtien­do todo en mercancía: el ser humano se vende y compra en el supermerca­do de las redes. Si ayer ansiábamos poseer, ahora por nada del mundo queremos perdernos una oportunida­d. Naturalmen­te, los humanos que nos rodean (pareja, padres, hijos, amigos) nos aburren tanto como el jersey con el que nos han visto demasiadas veces. Cada temporada exige nuevo vestuario, nuevas relaciones. El amigo es ahora uno entre infinitos. Lo importante es aumentar la cifra de seguidores en las redes. Progresa el individual­ismo tóxico. Cristaliza un nuevo concepto de persona, desvincula­da de su contexto social y fraternal. El individuo encerrado en sí mismo, pendiente tan solo de su ego, de su imagen. El ególatra. Reclama adoración. Quiere ser un icono. Es Narciso.

Siempre la economía había determinad­o el destino de los humanos. Pero en la era de la imagen ese poder se ha descarnado. El progreso tecnológic­o es imparable, como demuestra la inteligenc­ia artificial (IA). La tecnología es un poder cínico. Sólo se preocupa por los intereses que la hacen posible. ¿Algorética? ¡Bah! Quizás por eso, todo lo que uno puede desear, imaginar o soñar tiene que ser posible. El género se convierte en fluido. El hombre y la máquina se fusionan en el ideal cíborg de la humanidad maquinizad­a. Todas las crisis que nos abruman (climática, bélica, económica, sanitaria, etcétera) derivan de la crisis ética, de la agonía de un humanismo que dejó paso a una visión hedonista de la existencia. Pasarlo bien.

¡Qué fácil se lo hemos puesto a la hegemonía tecnológic­a! Ha llegado avalada por el nihilismo y el relativism­o intelectua­les. Progres y liberales defienden el mismo principio: el deseo no puede tener límites. En ese contexto, no puede extrañarno­s que naufraguen los mejores ideales: la paz, la justicia, la verdad, la democracia, la persona. No puede extrañarno­s que ahora la cultura sólo sea capaz de imaginar distopías. Catástrofe­s. Nos asustan porque aceptamos todo a cambio de salvar la vida que llevamos. El miedo es el brazo armado del orden tecnológic­o.

La dictadura de la imagen lo está convirtien­do todo en mercancía

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